Voces del otro Mundo

"Delenda est Carthago" "Hannibal ad portas!!"

martes, 2 de agosto de 2011

Madurez [TABLA]

Autor:Tanis
Fandom: Hetalia World Series
Claim: Cartago/Aníbal Barca
Tabla De una Vida: #4—Madurez
Advertencias: Hecho para [info]musa_hetaliana //  Histórico



* * *
Éfeso, año 192 a.C

Cerró un poco los ojos y notó el aire fresco. Su respiración acompasada era similar al vaivén de la brisa marina. Se alegraba de que por fin tuviera un poco de tranquilidad y tiempo para pensar. El Mediterráneo andaba últimamente algo revuelto entre unas cosas y otras, sobre todo en aquella parte oriental, sumida en caos y división de opiniones, ánimos de enfrentarse a los romanos. En su propia casa nada era como tenía que ser.

Más de siete años después de su derrota en Zama, Cartago se estaba recuperando moral y mentalmente de la humillación a la que fue sometido tras el último tratado con Roma. Físicamente quedaban sus cicatrices, algunas retorcidas pero cargadas con orgullo y valor.

Con la vista clavada en el horizonte, Cartago respiró profundamente. No se sentía tranquilo. De hecho, no debería estar allí. Como tantas tras veces, se había escapado de la vigilancia del Estado, esta vez para ver al que fue su general y aun su mayor fiel seguidor.

Aníbal Barca.

Lo que no había esperado encontrarse allí también, era a la embajada romana y a la única nación de entre todas las existentes a la que no quería ver en esos momentos.

* * *
La reunión había transcurrido de forma pausada, más como si Aníbal y Escipión fueran viejos amigos que rivales en el campo de batalla. Incluso ambos se habían permitido el lujo de hablar de mujeres o de los últimos acontecimientos políticos que sacudían todos los rincones del mundo conocido. Aníbal estaba relajado, se notaba que sabía cómo controlar la situación en tanto que Escipión le seguía la corriente.
Cartago no se sentía tan sereno. Las circunstancias no le gustaban nada aunque la única razón era la presencia de Roma en la misma habitación. Le había estado evitando desde la firma del tratado para no tener que escupir veneno como una serpiente. No se merecía eso puesto que había ganado, pero no podía evitarlo.
Se sentía traicionado personalmente y sólo por eso no iba a tratarlo como un amigo de nuevo, menos como alguien superior. El afán de Roma por hacerse más fuerte a costa de las vidas de los demás había hecho que le perdiera el respeto que le había profesado hasta entonces. Una cosa era dominar, otra era destruir culturas que podrían haber sobrevivido contigo.

Cartago no sabía que eso también iba a tener que aplicárselo a él.

Roma se contentaba con escuchar la charla de su otrora también general mientras bebía pacíficamente de su copa de vino. De vez en cuando les echaba una ojeada  a las esclavas que tocaban música cerca pero más al púnico, situado justo enfrente. Los cuatro formaban una figura equidistante, ambas naciones enfrentadas, cada una entre los dos hombres que aunque sabían de la tensión entre ellos, la dejaban de lado, atendiendo a sus propios problemas. Sin embargo, la tensión se disolvió al poco. Escipión hablaba, preguntando una cuestión interesante, algo que captó la atención completa de los tres restantes miembros de la entrevista.

—Entonces, en tu opinión… ¿Quién crees que fue el mayor de los generales hasta la fecha?—claramente se lo preguntaba a Barca, muy concentrado en esa cuestión.

Cartago podía notar que el interés de Escipión era conseguir que Aníbal le concediese ese honor, pero si algo conocía a su ex-estratega, sabía que antes haría retorcerse al romano con sus respuestas. No se equivocó.

—Alejandro Magno, claramente—respondía el cartaginés con total seguridad— conquistó territorios hasta entonces nunca explorados con un ejército mínimo.

Cartago observó la fina arruga que se dibujó en la frente de Escipión. Después vio que Roma tenía medio alzadas las cejas tras su copa repuesta. Aníbal parecía expectante. Era obvio que conocía el juego aunque esta vez no impondría las reglas.

—Entonces, ¿el segundo? —la nación púnica pudo notar el leve rastro de irritación en la voz del romano, aun cuando su expresión no denotaba nada más que aparente inquietud. Roma por su parte, atendía curioso a la respuesta mientras se metía una uva a la boca, masticando con pepita y todo. Cartago sólo miraba de soslayo a Aníbal, casi leyéndole la mente.
—Pirro —contestó esa vez, tranquilamente a la vez que, como había hecho Roma, tomaba una uva y se la comía. Cartago supo ya por dónde iba el giro de la conversación. — Fue el primero en aprender a usar el terreno a su favor.

Era todo un juego de haber quién saltaba primero. Se atrevió a echar una mirada a Roma, el cual parecía estar divirtiéndose mirando a uno y otro. No obstante, este pareció notar los ojos de Cartago clavados en él porque enseguida medio ladeó la cabeza, encontrándose con la mirada púnica desde el otro lado de la mesa. Por dos segundos fue como si el tiempo retrocediese hasta la primera vez que se miraron a los ojos, conformando un gran choque que ninguno de los dos había olvidado. Sin embargo, al contrario que aquella vez, fue Cartago quién desvió primero la mirada, dejando a Roma observarlo por un tiempo más hasta que Escipión volvió a preguntar por tercera vez. 

—Yo mismo —Aníbal dio un sorbo a su cáliz de vino y continuó explicando— Llevé un ejército a través de los Pirineos y los Alpes, conseguí cercaros y derrotaros en Cannas con inferioridad numérica además de haber podido asediar vuestra ciudad.
—Sí, pero no lo hicisteis—Escipión apuntó con algo de arrogancia. Roma se sonrió, aún atento.
—No, no lo hicimos—Aníbal corroboró y sin querer le lanzó una sutil mirada  a su nación, una muy pequeña que nadie pareció captar. Cartago había apretado los dedos sobre el reposabrazos.

Aquello le había hecho recordar la maldita condescendencia que Aníbal había demostrado con los romanos sólo para hacerle a él un favor personal, arriesgándolo todo. Como consecuencia de esa decisión habían perdido, quedando ambos relegados. Cartago a simple ciudad-estado y Aníbal a exiliado, por voluntad propia como decía, pero exiliado a fin de cuentas.

—Así que te colocas cómo el tercer mejor general, ¿no?... ¿y si me hubieras vencido en Zama? —preguntó entonces Escipión, ya más relajado que antes porque aquella pregunta la había hecho ya por terminar la conversación.

La respuesta del cartaginés le sorprendió, tanto a Publio Cornelio Escipión como al propio Roma. Pero no a Cartago, el cual acabó por esbozar una media sonrisa de puro orgullo y jocosidad. Aníbal estaba serio sin embargo, cuando contestó finalmente.

—Si te hubiera vencido, obviamente yo sería el primero.


* * *

Una hora después, la entrevista había concluido y tanto Aníbal como Publio se habían despedido, con casi aprecio, casi como dicho antes, viejos amigos que podrían haber sido en el pasado. Cartago también tenía que marcharse, pero esperó a que los romanos desaparecieran de la vista general para poder acercarse a Aníbal.

Cuando estuvieron solos no pudo evitar mirarlo como si fuese aún ese niño pequeño medio escondido detrás de las faldas de su padre. Sólo que ya no era ningún niño, sino todo un hombre adulto capaz de valerse por si mismo allá dónde estuviera. Cartago se preocupaba en lo personal por él puesto que como nación debía comportarse como un vil traidor y decirle a todo el mundo lo que estaba haciendo. Conspirar contra Roma en la corte de Antíoco III.

Los ojos oscuros de Barca le miraba comprensivo, como diciéndole que él no tenía la culpa y que le perdonara por no haberlo hecho mejor. Pero Cartago negaba dejando una de sus manos en el hombro izquierdo del hombre, apretando con cariño.

—Estaremos bien—dijo finalmente Cartago. Aníbal desvió ligeramente la mirada, sabía que se refería a su pequeña ciudad, Qart Hadasht, a la que ninguno de los dos había vuelto a ver después de su partida hacia los Pirineos.
—Cumpliré mi promesa hasta el final, te lo prometo.
—No tienes por qué hacerlo, Aníbal, en serio…
—Tengo un por qué, te lo debo… te lo debo por todas las veces que te he fallado desde que me convertí en tu general.
—Nunca me has fallado.
—Te equivocas…

Cartago entornó los ojos. Ese hombre era un cabezota, lo había heredado de su padre, Amílcar. Chasqueó la lengua, secundando la sonrisa de Aníbal. Ambos sabían que si discutían no llegarían a buen puerto.
Minutos después, Aníbal cerraba sus puertas y Cartago bajaba las escaleras del palacio, rumbo al puerto para embarcar en el trirreme que le llevaría de vuelta a su casa. A un ambiente que no echaba de menos en lo absoluto.

Atravesaba la verja de hierro que delimitaba el jardín suntuoso cuando se encontró con Roma, esperando tras el muro, tan pancho y fresco como siempre. Cartago decidió no tomarlo en cuenta, no le hacía gracia que el romano quisiese dárselas de aliado y amigo ahora, después de todo. Puede que su Consejo quisiese algo como eso, pero él no podía soportarlo.
Roma protestó verbalmente que no le ignorara y de cuatro zancadas le igualó el paso. Cartago continuó con la ley del silencio.

—Oye, venga, vamos, no seas así —refunfuñaba cada dos por tres.
—¿Así cómo? —Cartago terminó por preguntarle, a la cuarta vez. Tenía mucha paciencia pero últimamente se irritaba muy fácil.
—Pues así, seco, hosco antes no eras así, menos conmigo.—Antes era antes, ahora es ahora, creo que entiendes bien eso, ¿no?

La conversación se estaba haciendo agria.

—¡¿Pero qué te pasa?! —Acabó por exclamar Roma, deteniéndose a medio camino— ¿Por qué no podemos ser amigos como antes? ¡¿Por qué?!

Desde el punto de vista de Roma, Cartago perfectamente podía seguir siendo amigo suyo, tal como lo habían sido en el pasado. Muchas cosas habían cambiado, era cierto, pero así eran las cosas. Unos estaban arriba y otros abajo. Y a veces eso cambiaba. Desde el punto de vista de Roma, todo estaba bien. Pero el de Cartago era bien diferente.

Conteniéndose también, algo adelantado a la posición de la otra nación, Cartago inhala fuerte y se gira, mirándole profundo pero sin resquemor no odio. Sólo profundo.

—¿Por qué, preguntas? —Las palabras, escogidas co precisión, resonaron como un eco furioso— Primero me traicionas, rompes tu fides, una en la que confiaba. Después tratas de humillarme convirtiéndome en un saco de dinero, costeándote una guerra que quisiste empezar tú, me arrebatas Sicilia… además de eso te aprovechas de una guerra que no te debía de importar y también me quitas Cerdeña y Córcega—cada acción era un golpe. Roma podía sentir el dolor y el odio aunque no pudiese verlo por ninguna parte— Cuando trato de devolverte todo lo que me impones, te metes en medio y me haces firmar un tratado partiendo a Iberia por la mitad, abandonas a Sagunto a propósito para usarlo de caso bélico, me declaras una guerra que tenías ya pensada desde hacía años. Casi matas a mi hija y me niegas verla después de haber perdido de nuevo tu guerra… ¿quieres que siga?

 —N-no, espera…

—Y por si fuera poco… le pones precio a la cabeza del único hombre que me ha servido como tenía que hacerlo sólo porque aún le temes… el único púnico al que he podido considerar como un hijo. Das por hecho que sigo siendo un peligro y por ello me despojas de capacidad para defenderme por mis propios medios porque me tienes miedo… miedo de que me recupere lo suficiente como para devolverte los golpes—los ojos de Cartago brillan ahora de furia, tenso—Me mangoneas como quieres, me utilizas y me desprecias con tus constantes negativas cuando te pido que detengas a Numidia…

Niega despacio con la cabeza. Roma se ha quedado sin aliento, casi no puede respirar. Se siente mal y no sabe por qué ni cómo.

—Piénsalo, Roma… ahí tienes bastantes porqués. 

Y mientras Cartago retoma su marcha, sin echar un último vistazo atrás, Roma se mantiene callado y quieto. No entiende cómo lo ha hecho pero lo cierto es que lo ha logrado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario