Voces del otro Mundo

"Delenda est Carthago" "Hannibal ad portas!!"

viernes, 5 de agosto de 2011

Vejez [TABLA]

Autor:Tanis
Fandom: Hetalia World Series
Claim: Cartago/Aníbal Barca
Tabla De una Vida: #5—Vejez
Advertencias: Hecho para [info]musa_hetaliana //  Histórico



* * *
 
Los años pesan. Eso dicen.

Lentamente diluyes tu vida con las acciones perpetradas. Recuerdas lo que has hecho y lo que no. Retazos y recuerdos varados en el puerto a la espera de levar anclas, soltar las velas y conducir a los remeros.

Dicen que uno no elige su muerte.

Se equivocan. Quizá no el cuándo, pero si el cómo.
 
* * *
Cartago dejaba pasar lentamente el tiempo, a lo mejor unido a sus notas melancólicas, dispersas en el aire caliente que entraba por la ventana. Viento del sur arrastrando polvo y una época pasada. No habla.
Cerca, quizá a pocos pasos, está Roma, en silencio también, escuchando las consonancias arrancadas de las cuerdas de ese asor que tiempo atrás le cantaba sólo a él. Ya no hablan mucho entre ellos, al menos no por parte del púnico, el cual acepta la presencia de Roma por cortesía y petición del Consejo y los sufetes.

Desde aquella conversación a la salida de la casa de Aníbal en el lejano Oriente, Roma no ha vuelto a intentar recobrar el vínculo que tenían. Al menos no con palabras, porque como en ese momento, cada vez que puede y más que antes, se queda en la ciudad cartaginesa, aunque sea en silencio.

Es la primera vez que tiene miedo de hablar con él. Pero no miedo por lo que pueda responderle a cambio. Si no por hacerle daño de alguna forma. Sabe que Cartago se guarda siempre todo para adentro, todo el dolor, todos los sentimientos, buenos y malos. Y que no los va a soltar. Roma suspira de vez en cuando, y a veces la música se detiene y se miran durante un rato.

En silencio siempre.

Cartago hace eso sólo porque a veces su mente le juega malas pasadas. Cuando toca se abstrae tanto que en muchas ocasiones retrocede en el tiempo, cien, doscientos años atrás, cuando Roma y él eran amigos, casi más que eso y tocaba para él las notas que una vez le había dedicado en solitario y que a partir de entonces siempre fue la canción de Roma.

Pero tiene que mirarlo para saber que ese tiempo se fue y no va a volver, por mucho que los ojos del romano le estén diciendo “lo siento” con su silencio. Cartago sabe también que todas las cosas que le echó en cara esa vez no son culpa suya en realidad, pero tiene que echarle a alguien la culpa. Y Roma es el que representa todas esas acciones aunque no fueran sus ideas personales.

No soporta el deseo de golpear y amar a la vez.


* * *

Aníbal aún está a tiempo de enviar las que serían sus últimas palabras, recordando las viejas historias que Cartago le contaba, de un momento en el que una paloma blanca era capaz de todo.
Rápido, rápido. Ya puede oír a los legionarios rodear su casa. Traicionado, traicionado como su nación. Lejos de Cartago, no le queda otra opción más que esa.

El pequeño rollo de papiro queda asegurado a la pata rosada del ave, esponjosa e inocente y él la hace volar, para que huya lejos de su destino cierto y preciso. Aníbal la observa marchar hasta que desaparece entre las nubes algodonosas. Luego se vuelve, de espaldas a la ventana y cierra los ojos un momento. Romanos aporrean la puerta de abajo y la echan abajo.

Aníbal ya no reza, sujeta en la mano izquierda el anillo que desde hacía un tiempo llevaba siempre consigo.

Dicen que uno no elige su muerte.

Mentira, murmura barca, yo sí puedo.

Fueron las últimas que dijo antes de abrir la gema de la sortija y beber su contenido.

Cuando los legionarios de Flaminio alcanzaron la cámara, encontrar el cuerpo de Aníbal Barca tumbado en el suelo, perfectamente colocado e incluso casi sonriente. Relajado y sereno, como siempre había sido.

Cercado y traicionado, el mayor enemigo de Roma, el mayor general de Cartago y uno de los mejores estrategas de toda la Historia, murió, quizá no con la misma gloria que había acumulado en vida, pero al menos sí eligiendo la manera de hacerlo.


* * *

Atardece cuando Cartago, apoyado en el alfeizar de la ventana, otra vez toca los acordes de su asor, con Roma cerca, tumbado en un diván mientras bebe vino a sus expensas.

Como siempre en silencio.

Esta vez es una melodía común entre los púnicos, una no muy triste, más bien rápida. Cartago a veces tiene que tocar algo lejano a sus propios sentimientos, porque mientras Roma este entretenido, todo irá bien. Pero deja de tocar cuando ve la paloma blanca. Más bien de golpe. No lo aparenta, pero está entre sorprendido y temeroso.

Sabe que en esos momentos sólo existe una persona que conozca el significado de enviarle un mensaje mediante ese tipo de medios. Despacio, deja el instrumento sobre una de las mesas cercanas y toma al animal entre las manos mientras este aletea. Es una paloma joven, todavía oronda, una pequeña bola de plumas suave y pura.

Se queda de pie contra la ventana mientras Roma le observa, curioso e interesado. Pero en cuanto ve al pichón su expresión se transforma a una más seria, una de reconocimiento y también de celos. Él siempre fue el único que hizo eso.

Libremos a Roma de sus inquietudes, ya que no sabe esperar la muerte de un anciano.
Espero verte en la otra vida, mi gran y amado amigo.
Aníbal Barca
Cartago lee el mensaje en silencio, quieto, muy quieto. Sabía con certeza que ese día habría de llegar en algún momento. Le duele, le duele su pérdida. 

—¿Cartago?

Roma se ha levantado y está a su espalda, parece preocupado. Silencio, no obtiene respuesta. Roma no sabe que ha ocurrido o sí lo sabe pero no lo asocia. Él no dio la orden, el púnico sabe eso. No sería justo culparlo también de algo así aunque lo necesite.

Cuando Cartago se da la vuelta tiene apretado el puño con el mensaje dentro pero la expresión conformada como una máscara indiferente. Roma le mira interrogante, inquieto. Ante él, Cartago puede volver a ver a la joven nación que en su día pactó una amistad en principio no deseada. Un jovenzuelo que poco a poco se ha ido haciendo más grande, más fuerte que él. 

—¿Qué pasa?—la voz de Roma suena terriblemente baja y suave, casi destila compasión.

Cartago aun siente las palabras del mensaje a través de la piel pero niega con la cabeza. ¿De qué serviría atribuirle aun más sus desgracias? Son naciones, es la vida que tiene que vivir, es su destino. Uno siempre arriba, otro siempre abajo.

—Nada.

Sin dejar pasar a las emociones fuertes que le están oprimiendo el pecho, Cartago recoge el asor y, guardando el pequeño pedazo de papiro en su túnica, comienza a tocar de nuevo. La pichona blanca aun sigue en el alfeizar, como si fuera consciente de la situación, detiene su arrullo para escuchar. 

Cartago toca, pero Roma se da cuenta de que la música ha cambiado. Ahora es lenta, desconsolada y triste, muy triste.
* * *

Aníbal nunca lo supo, puede que tampoco Cartago. Pero en la mente colectiva de los romanos siempre prevaleció el miedo hacia su persona, el miedo y el temor a un peligro fantasmal que jamás los abandonaría porque por muchos siglos que pasaran…

Hannibal ad portas.

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