Voces del otro Mundo

"Delenda est Carthago" "Hannibal ad portas!!"

domingo, 31 de julio de 2011

Es como siempre has querido ser ("...")


Es como que siempre has querido ser
Golpear cualquier campo de batalla con tus manos
Donde la gente puede ver tu baile macabro
Estás arriba, en lo alto de la ola, no quieres bajar.
No dejes que eso te mate

“Estoy bailando con tu historia”

Tienes la música en las venas
Ahora, en ti ya no hay vergüenza
Estás fuera de control, eres famoso
Tienes el don de crear estrellas a nuestro alrededor
Comienzas a brillar, la danza real de sangre nunca acaba, contigo no va a ser diferente


“Tu historia baila contigo”

Es como siempre has querido ser, importante.
Eres el punto de mira, pero a todos nos llega la playa, pequeña gran ola.
Todos caen, no creas que tú no lo harás.

No eres especial, entiéndelo.

“Estoy bailando con tu historia y tú conmigo”



* * *


Definitivamente no sé que es esto, es como si fuera una canción pero no tiene rima o no tiene ritmo o no tiene nada. Quizá sean sólo palabras, frases hechas. No lo sé.

Lo único que sé es que al levantarme quería escribirlo. No menciona a nadie en específico porque pienso que puede aplicarse a cualquier país.

Uff.

sábado, 30 de julio de 2011

Tu mejor amigo es el alcohol, no yo [One-shot]


Autor: tanisbarca 
Título: Tu mejor amigo es el alcohol, no yo
Personajes: Estados Unidos//Inglaterra
Advertencias: Histórico, leve matiz de UsUk
Resumen: Estados Unidos acaba de unirse a la WW2 y aún todavía puede notar el resentimiento de su antiguo hermano mayor, también algo más.


* * *
Apenas podía pensar en otra cosa que en el sentimiento que me embargaba en aquellos momentos. No recordaba el tiempo exacto, ni ya merecía la pena. Lo único que sabía es que de nuevo podía andar por los pasillos al lado de mi viejo amigo.

Regresaba de hacerle una pequeña visita a Inglaterra, que de un tiempo a esta parte había vuelto a ser quien era, más o menos. Aquello me hacía experimentar una extraña sensación de calma y algunas otras una intensidad que no comprendía muy bien.

Paseé de noche por los pasillos de la embajada estadounidense, con toda pretensión de volver a casa en cuanto saliera el sol. Desde hace unos días pasaba más tiempo en el viejo mundo que en el propio y quizá tuviera que ver con el hecho del retraso. Yo estaba esperando averiguar algo pero el tiempo no me daba más de sí. Caminé despacio y en silencio, procurando hacer el menor ruido posible hasta salir por algún sitio de buen acceso. Entonces mi vista se fijó en el pasillo, por el que una ligera luz azul se filtraba a través una de las dos puertas de la familiar sala grande.

La sala de reuniones...

No era muy corriente que se hubiesen dejado ambas abiertas y por ambas me refería a que para que se pudiese vislumbrar la luz de la luna, el corredor que estaba en el patio debía estar abierto de igual manera. Sabía que no era de mi incumbencia, sin embargo no pude evitar asomarme al pórtico. La silueta tantas veces observada se recortaba en el azul profundo de la noche con una fina línea de luz blanquecina. La sombra de mi antiguo hermano mayor, Inglaterra.

No tenía ni idea de que hacía allí ya que era muy tarde para que anduviese por mis dominios. El hombre frente a la gran cristalera del fondo, con la mirada perdida, un gesto solemne y serio, dureza reflejada en su rostro que jamás había desaparecido. En aquel momento no pude evitar recordar el primer reencuentro después de mi independencia, haciéndome sentir como un intruso en mi propio cuerpo.

No podía evitar recordar también aquella vez.

* * *

Había recibido el permiso de mi jefe para ir a dar una vuelta. Aunque sabía que era mi día libre tenía constancia de que le gustaba que depositara mi confianza en él y por ello solía decirle dónde iba, sobretodo si se trataba de contacto con otros países.

Había estallado una Gran Guerra en Europa y aunque en un principio me había negado a participar, enseguida el remordimiento por dejar solo a Inglaterra ante el peligro hizo que me uniera a su causa. Francia me había dicho que era predecible y débil pero no le había entendido. Hoy era el primer día después de todo lo ocurrido, en el que me vería de nuevo. Aunque las reuniones solían hacerse en su Parlamento, hoy habían preferido hacerla en el consulado francés aprovechando la corta estadía de Francia en el país antes de regresar al suyo.

Francia me dio la bienvenida, quizá algo más seco de lo habitual aunque no quise preguntarle la razón. Quizá estaba estreñido. Inglaterra me musitó un adusto "llegas tarde" mientras cabeceaba sobre sus papeles sin mirarme ni un instante. Eso hizo que me sintiera frustrado pero me senté frente a él en la mesa con todo el ánimo del mundo.

Observé con tranquilidad la sucesión de diálogos sin participar activamente en ninguno. Mi mente aunque consciente, estaba pendiente más del señorito sentado frente a mí que de las indicaciones de Francia. De repente noté que estaban discutiendo por algo pero no hice nada por separarlos. Suspiré con abatimiento, denotando que parecía aburrido. Aquello no era normal en mí, yo lo sabía.
Cuando la reunión acabó, yo no sabía muy bien a que debía atenerme pues hacía poco que había soportado una guerra propia y no me gustaba demasiado el asunto. Aunque yo fuera un héroe, considero que las peleas no traen nada bueno.

Salía por la puerta, con la chaqueta sobre el hombro, cuando él me adelantó al bajar las escaleras exteriores para llegar hasta su coche. Su jefe le esperaba para abrirle la puerta pero antes de entrar y subir al vehículo, Inglaterra ladeó la cabeza y me miró. Tenía los ojos entrecerrados, componiendo una mueca de rencor y desprecio que sin embargo se vio eclipsada por una fugaz y rápida sonrisa, pequeña, muy pequeña. De modo que me quedé allí, con el cuerpo tenso y el sudor frío recorriéndome, cada vez que recordaba su paralizante mirada observándome.

* * *

Inglaterra giró su rostro y yo, por algún motivo, me oculté tras la puerta, retomando mi posición. ¿Qué demonios estaba haciendo? Oí la ligera risa del inglés. El viento silbó un segundo, él chistó.

—Tonto, ¿acaso no sabes que te he visto?—dijo en voz alta. La sombra donde me encontraba me permitía un refugio. A la luz del otro lado se hallaba aquella nación que desde el principio había sido fascinante. Él se asomó un poco de nuevo, esta vez con expresión extrañada— ¿Piensas quedarte ahí hasta que me vaya o vas a pasar cuando yo no mire?

De nuevo silencio fue mi respuesta, eso y un leve jadeo. A pesar de ello, era yo el que debería haberle preguntado el motivo de su visita tan tarde pero mi voz se negó a salir.

¿Qué era aquello? ¡¿Qué era?! Mi respiración se sucedió mas fuerte y mis nervios no cesaban, pero ¿por qué estaba nervioso?

—¿Vas a hacerme ir a buscarte?—preguntó, esta vez con denotado aire molesto. Finalmente mi pie derecho se movió y luego el izquierdo, finalmente posicionándome frente a la puerta — ¡Ah! Por fin—dijo recuperando su punto de vista— ¿A qué demonios estabas esperando?

¡¿Y yo que sabía a qué demonios esperaba?! ¿Y a qué esperaba ahora? ¿Para qué estaba allí parado en medio de la puerta? Hubiese podido desaparecer, dado la vuelta y echado a andar, no sin antes saludar para despedirme. Pero no hice nada de eso.

—Anda, ven aquí, acompáñame—dijo Inglaterra mientras levantaba una botella de whisky. Se sentó a la cabecera de la larga mesa y me hizo una seña. Me mordí el labio inferior y me fui acercando con bastante parsimonia, no sin antes cerrar la puerta. Me pesaba el cuerpo y sin embargo dentro sentía como si todo se moviera a un ritmo alarmante. Finalmente llegué junto a él y me senté a su lado. Inglaterra me miro y rió.

Y bebimos.

En silencio, sin decir nada, mientras veíamos escurrirse la noche. Le oía tragar, respirar, oía el viento acariciando su piel tras los enormes golpeteos que el latido de mi corazón producía en mis oídos. No podía evitar mirarle. Era tan extraño, siempre había sido perturbador.

Él me devolvía la mirada por el rabillo del ojo sin moverse. Una de esas veces se la aguanté. Escruté en sus ojos. Hace mucho me habían parecido  iguales a como eran los míos ahora. Los suyos habían desprendido vida, pasión y fuerza, como la que él tenía o tuvo. Me daba la sensación de que yo había matado esos sentimientos.

— ¿Por qué estás aquí, Inglaterra?—pregunté después de pasarle la botella.

Él dio un sorbo pequeño, mirando a través del cristal transparente y del licor. Parecía ido, distraído. Finalmente volvió a darme la botella pero no me miró.

—No lo sé.

Fue todo lo que me respondió.

Separó la silla ligeramente de mí y alzó la vista para mirarme casi de frente. En sus ojos se notaba un matiz triste. Parecía que se sintiese impotente para hacer algo o quisiese hacer algo y no pudiese o no tuviese la fuerza de voluntad apropiada. Los míos le miraron interrogantes, fijándome en su rostro y escudriñándolo con suavidad. Un ligero rubor se extendía por sus mejillas y a juzgar por el estado de la botella, debía de estar algo menos que ebrio.

Inglaterra alargó el brazo y asió el cuello de cristal de la botella. Le dio un trago después mientras yo le observaba. Finalmente, al ver que su única intención era emborracharse delante de mí, me levanté de la silla, le cogí por los hombros y lo alcé con facilidad. Sus piernas ya casi no lo sostenían, por lo que tuve que casi cargarlo. Pasé uno de sus brazos sobre mis hombros y comencé a llevarlo para afuera. Le dejaría en el vestíbulo y mandaría llamar a alguien para que lo recogiese. Iba farfullando por el camino mientras le guiaba hasta el descansillo. Lo tumbé en uno de los sofás de la entrada y llamé por teléfono a su casa para que vinieran a buscarlo. No sabía muy bien por qué lo hice pero mientras esperaba a su coche oficial, me senté en el resquicio que dejaba su cuerpo.

Inglaterra fruncía los labios y murmuraba incoherencias a la par que se revolvía. Parecía medio dormido. Yo le observaba con una mezcla de entre interés y amargura porque viéndolo en ese estado me recordaba el motivo del por qué.

Tantos recuerdos y no podía deshacerme de ninguno.



La Plaga [Drabble]

Autor:  Tanisbarca
Personajes: Hungría / Italia Romano
Rating: K+
Advertencias: Histórico
Palabras: 251
Resumen: No importa quién eres, rico o pobre, soldado o campesino. La Muerte no distingue entre eso. Las Naciones poco pueden hacer ante algo así.

 * * *

Algo que es igual para todos los seres humanos. Señor conquistador que no ignora a ningún país. Máscara de hueso que no entiende de clases, poder o dinero.

Muerte.

El rumor era lejano pero algo se escuchaba. Vientos de guerra bajo las nubes oscuras y el cielo relampagueante y las cadenas oxidadas, serpientes negras arrastrándose con los ensordecedores chirridos de la agonía.

Hungría regresaba con sus tropas de Nápoles porque Italia Romano estaba enfermo para pelear* y ella no quería luchar contra él en esas condiciones. Cuando llegó  a su casa cayó enferma también. Nadie sabía por qué ni cómo. Reposando en cama, Hungría pensó silenciosamente en Austria mientras tosía de vez en cuando. Pero lo que no sabía era que, cada vez que estornudaba, una persona en su casa moría por ella y tampoco sabía que la sangre chorreaba por su nariz de una forma tan fluida que las sábanas de su cama ya estaban empapadas con el tinte carmesí.

Hungría no fue la primera que sufrió como tampoco fue Romano. Uno por uno, todos y cada uno de los países europeos cayeron bajo el influjo de la mayor epidemia que pudo asolar la Tierra.

Sangrando por la nariz, las manchas púrpuras emergiendo por la piel, viendo como las almas de sus pueblos morían una y otra vez.

1347. Peste Negra.

*Hechos históricos referidos al regreso de las tropas húngaras ante el tropel de muertes por peste negra en el ejército napolitano durante la batalla por el trono de Nápoles.

viernes, 29 de julio de 2011

Amarillo [TABLA]

Autor:  Tanisbarca
Fandom: Hetalia World Series
Disclaimer: Roma pertenece Hidekaz Himaruya, Cartago a mi.
Claim: Cartago/Imperio Romano
Tabla Arcoiris: #2—amarillo
Advertencias: Random // Actual (??)




No es la primera vez que se marchan de borrachera. Tampoco es la primera vez que los dos regresan a las tantas, siguiendo la estela de humanos que como ellos, se fueron de fiesta celebrando algo que no tenía sentido para nadie más fuera de esas fronteras.

Cartagena reverbera con sus luces eléctricas, el griterío de una ciudad española preciada. Una tradición antigua.

 Acaba septiembre. Y con él, el recuerdo de un tiempo que terminó hace mucho.


* * *

A la mañana siguiente, Cartago baja el primero a desayunar. Sabe que mientras desayuna, su hija estará repasando cualquier informe que le quede de antes de las fiestas.

Es temprano, al menos para los ciudadanos contemporáneos de Cartagena. Cartago y Roma descubrieron allí que el ritmo de vida humano actual era muy diferente del de su época. Roma por ejemplo, aun cuando siempre le gustaba quedarse remoloneando en la cama, cuando tenía que levantarse pronto lo hacía incluso antes de la salida del sol ya que una de las costumbres romanas decía que era de malos modales levantarse “tarde”. Cartago tenía una similar aunque no del todo igual.

Sin embargo, en la actual España, era muy común que la gente se despertara deprisa, desayunara deprisa y se fuera corriendo al trabajo. Incluso muchos aun así llegaban tarde.

Cartagena era condescendiente y les dejaba estar aunque les repitiese mil y una veces a los dos que no hacía falta levantarse de noche. Roma se había contentado fácil con eso, Cartago era más complicado de desacostumbrar.

Sin embargo, esa vez fue diferente. Porque aunque era difícil que Cartago se emborrachase, era también dificultoso decirle que no a un romano borracho y quejica que no paraba de pedirte que le comieras entero.
Cuando el púnico entró en la cocina, los rayos tímidos del sol entraban por la ventana entreabierta, atravesando las cortinas amarillas que colgaban de los rieles. Cartagena estaba sentada a la mesa de la cocina, tomando café en silencio mientras leía el periódico de la mañana. La chica había levantado la cabeza, sonriendo al ver  a su padre con unas ojeras del tamaño de elefantes.

—Parece que hoy no hemos dormido—canturreó la mujer, alcanzándole una taza de café a él, sin mediar más palabra.

Cartago profirió un gruñido que se parecía un montón a decir “romano idiota” pero tomó el café sin chistar. Cartagena meneó la cabeza.

—Los pasasteis bien entonces.

El hombre la miró largamente por encima del borde de la taza hasta que al final contestó.

—¿Estás segura de que quieres conocer los detalles?
—Me refería a las fiestas, papá.
—Ah.

Permanecieron en silencio otro poco, de nuevo hasta que Cartago rompió el silencio él mismo.

—¿Me crees si te digo que verlo me ha emocionado?—su voz sonó suave, sorprendentemente cálida.

Cartagena podía ver el orgullo en sus ojos, una mirada que no pudo aguantar sin sonreírse.

—Era lo menos que podía hacer.

Cartago sabía de las razones de esas celebraciones. Cartagena no lo había olvidado nunca a pesar del tiempo, lapso tan grande que por ella habían pasado multitud de culturas. La mujer que ahora tenía enfrente era diferente a todo lo que Cartago supiese de ella, pero en el fondo seguía siendo aquella niña pequeña que jugaba en el puerto y hablaba con los marineros como si fuese la madre de todo el mundo aun cuando no supiese pronunciar algunas letras.

Silencio otra vez, uno cómodo y nada frágil. No muchos conocían el pasado de la antigua Qart Hadasht, era por eso que Cartagena se daba el lujo de poder comportarse como púnica que era en la sangre cuando estaba a solas con su padre.

Quince minutos así. Finalmente, Roma llega para desayunar, con un dolor de cabeza épico. Deja que le miren con aires de resignación, ignorando los dos pares de ojos idénticos que le gritan “Te lo advertimos, no bebas tanto”, con la cabeza hundida en la mesa. Gimiendo.

—Hay luz. Hay ruido. No debería haber luz ni ruido. ¿Por qué hay luz y ruido, Cartago?
—Porque es de día.

El cartaginés no se molesta en tratar de reconfortarlo, se lo tiene bien merecido por no hacerle caso a la cuarta vez que le ordenó volver a casa. Roma gruñe.

—No me gusta el día, me hace daño —gimotea— y hay color amarillo por todas partes.

Cartagena suelta un risita y se levanta, descorriendo las cortinas causantes de ese efecto colorido sobre la cocina. Inmediatamente después de hacer eso, los rayos solares entran a borbotones e impactan en Cartago y Roma directamente. Cartago tiene que parpadear varias veces. Roma directamente protesta porque los ojos le chisporrotean de dolor. Siente que se le han quemado las retinas. Renqueante y lloriqueando, se trata de ocultar detrás del brazo de Cartago, sin éxito.

—Cartago, tu hija me quiere matar— se lamenta —dile que pare, te lo suplico.

Cartagena lleva en la sangre ese valor extraño que comparte con su padre y que en ciertas ocasiones es el que los empuja a molestar a Roma. Es por eso que intermitentemente ambos se turnan para provocarlo.

Las cortinas ondean, es una brisa pequeña pero aun así sirve para que de vez en cuando pequeños resplandores amarillos jueguen por las paredes de la habitación mientras aquellos tres singulares personajes continuaban tratando de empezar el día.

jueves, 28 de julio de 2011

Violeta [TABLA]

Autor:  Tanisbarca
Fandom: Hetalia World Series
Disclaimer: Roma pertenece Hidekaz Himaruya, Cartago a mi.
Claim: Cartago/Imperio Romano
Tabla Arcoiris: #7—Violeta
Advertencias: Random // Semi-histórico (??)

 

* * *


Aquel día al despertar se quedó sentado durante un rato en la cama. La suave manta aún estaba caliente y su pelo oscuro brillaba con la luz del sol que entraba por la ventana. Se apoyaba sobre el brazo mientras el otro se posaba en su pecho, oprimiéndolo fuerte.

Se había levantado sobresaltado por sus sueños. Intentó calmar su respiración. Se sentía húmedo por el sudor y los escalofríos. Sabía de sobra el por qué de esos sueños. Dido le perseguía cada vez con más frecuencia, desde su pira llameante. Desde su mirada de halcón.

El tiempo seguía comiéndose los días inexorablemente y él no podría evitarlo.

Apoyó la cabeza sobre las rodillas mientras los mechones de pelo ocultaban sus ojos. Así permaneció hasta que uno de los esclavos de Roma llamó tímidamente a su puerta, diciendo que el desayuno pronto estaría listo.

Cartago tan sólo lo despachó diciendo que bajaría enseguida. Nadie sabía ni podía saber de su intranquilidad.

Nadie.

* * *


 

“No hagan ustedes planes para esta noche. Deseo invitarles a cenar y sería para mí todo un honor que quisieran acompañarme. Estoy convencido de que no se arrepentirán ya que, gracias a Júpiter y a la diosa Fortuna, disfruto de una economía holgada, una situación de privilegio dentro de la nobleza romana y puedo asegurarles que el banquete estará a la altura de mí elevado estatus.

Mi esclavo invitator les hará llegar la invitación y si acaso ésta no les llegara considérense invitados por medio del siguiente texto.

La cena tendrá lugar en mi domus de la Colina Palatino y como es costumbre, comenzará después de que ustedes se hayan dado sus baños, es decir, a la hora novena.

Les recuerdo que deben de traer cada uno de ustedes su servilleta con la que luego, si lo desean, podrán llevarse restos del banquete o quizás algún regalo. También les recuerdo que pueden venir acompañados por su propio esclavo, aunque si no lo hicieran no deben preocuparse pues todos los esclavos de mi domus estarán a su entera disposición.”

 

Colina  Palatino 4º derecha.


ROMA.


 

* * *


—No pienso ir.

—¿Qué? ¿Por qué no? Promete ser divertido.

—Creo que tenemos diferentes conceptos de lo que significa divertido, Roma.

Cartago aun permanecía en la capital latina, ya que durante el invierno navegar se convertía en una actividad peligrosa. En el Consejo se sabía que Cartago estaba por ahí, en algún lugar, quizá en Persia y que probablemente hasta la primavera no podría volver.

Nunca dudaban de la palabra de su nación, pero no caían en la cuenta de que, si entre ellos se engañaban, posiblemente Cartago también lo hiciera.

Esa mañana había llegado una invitación de un popular patriarca romano, un noble opulento que con la llegada de los meses fríos, convocaba banquetes para todas las eminencias de la ciudad. Y Roma, la personificación, siempre era invitado, no en vano era el más importante de todos ellos.

Pero Cartago no quería saber nada. Si Roma quería embeberse con sus cenas de lujo adelante, pero a él no le iba a arrastrar. Además, estaría muy mal visto que un extranjero se metiera en medio de la nobleza romana. De poco le servía al romano protestar diciendo que la invitación era para los dos, Cartago no quería ir y no iría.

—¡Pues muy bien, me inventaré la peor excusa que se me ocurra y te dejaré en mala posición! ¡Ala!

Había gritado antes de salir del palacio para irse a bañar. Cartago se quedó mirando la puerta desde el vestíbulo, preguntándose si Roma era consciente de que le importaba muy poco lo que pensaran cuatro gordos e insignificantes terratenientes romanos, cuyos pies nunca pisarían su ciudad.

Suspiró, algo pesado y se dirigió al patio interior en cuyos escalones se sentó, tranquilamente. Un esclavo de Roma le trajo una copa de vino. A esas alturas todos allí sabían que Cartago era alguien de la talla de su amo aunque no conocieran su procedencia. Por eso le profesaban el mismo respeto y el mismo trato, puede que incluso algo más complaciente puesto que Cartago era mucho más suave con los esclavos que el propio Roma aun cuando era de buenos modales tratar a los esclavos de los demás como tratarías a los tuyos.

Antes de anochecer le sirvieron la cena mientras tocaba una de las liras de Roma, reclinado en un diván de la sala principal. Era un instrumento curioso, parecido al suyo pero más melódico y fácil de tocar. Tras dos horas acariciando sus cuerdas era capaz de arrancar canciones inventadas de su propia mano, haciendo que algunas esclavas se sentaran alrededor a escuchar mientras no tuvieron nada que hacer.

Se mantuvo despierto aun cuando el servicio se marchó a dormir con las medianote. Cartago sabía que Roma no aparecería hasta el día siguiente si es que no pasaba también ese tiempo en la domus del acaudalado romano.

Con el silencio de la noche él prendía una pequeña lámpara de aceite y leía tranquilo junto al patio interior, de nuevo en las pequeñas escaleras que daban a la pequeña fuente rectangular. Versos griegos traídos desde la Hélade y sus traducciones latinas las cuales aún no entendía. Se propuso aprender latín aunque fuera para poder echarle un vistazo a los poemas burdos que Roma escribía aunque sabía que no podía compararse con los de Grecia. Si algo le reconocía a esa mujer era su portentosa habilidad para el arte.

El único esclavo despierto, que hacía también de guardia, se acercaba de vez en cuando. Se llamaba Cayo aunque pronto le aclaró que ese no era su nombre verdadero. Cartago supuso, por el acento del hombre, que era galo y que posiblemente fuera de algún pueblo celta del sur, próximo a Massalia. Cartago conocía la lengua celta del sur de la Galia, se la había enseñado Iberia porque a él se la había enseñado el mismo Galia. Además, excepto Massalia, una joven arisca de cabello rubio, y Focea, colonia griega, Galia no solía entorpecerlo mucho con el comercio por lo que era recomendable conocer sus lenguas.

Cartago leyó para Cayo durante una hora, tiempo que bastó para que forjaran una pequeña cordialidad entre esclavo y señor de alto rango. También para que Cartago le contara superficialmente sobre sus inquietudes. Cayo escuchaba sin preguntar, le habían educado para que no formulara cuestiones indebidas ni expresara su opinión, pero en sus ojos de color aceituna Cartago veía comprensión e inquietud. El esclavo galo no tardó en volver a su puesto, dejando solo al púnico, el cual aprovechó de nuevo el silencio para leer a placer mientras esperaba.

Pasada casi la cuarta hora de vigilia, próximo el amanecer, se oyeron ruidos de golpes en la puerta. Alguien estaba llamando insistente. Cartago, el cual se había quedado en una especie de estado de duermevela, se incorporó algo sobresaltado, mirando hacia el vestíbulo. Cayo, medio adormilado también, fue el que se acercó a abrirla. Cartago cruzaba el umbral del vestíbulo para ver cuándo le llegaron las voces.

Era Roma. Borracho. Muy borracho.

Entonando coplas sobre mujeres de pelo oscuro y pechos grandes. Ladrando sobre lo genial que había resultado la fiesta y lo mucho que me había perdido. Berreando que nos quería a todos mucho y que nos iba a hacer hombres a todos, incluidas a las mujeres.

Dioses, fue lo único que pensó Cartago antes de que Roma se le colgara del cuello, protestando porque se sentía falto de amor. Cayo no podía reírse, pero quería. Acabó por menear la cabeza y tratar de ayudar al cartaginés pero este le dijo que no hacía falta, podría encargarse él solo de Roma y que por favor, se fuer a dormir cerrando bien las puertas mientras él subía a su señor a la planta de arriba.

Cayo le miró con resignación pero obedeció sus órdenes. Cartago, haciendo alarde de su gran fuerza y peculiar astucia, consiguió que Roma subiera la escaleras por su propio pie. No fue difícil llevarle hasta su cuarto y tumbarlo en la cama y que se estuviera más o menos quieto. Roma ebrio era un dolor en el trasero, uno de pies y otro de muelas a la vez. Podía llegar a ser un niño caprichoso, un caprichoso pervertido, un viejo verde y un llorón amargado.

Todo junto. Insoportable.

Ahora mismo se mantenía tumbado, barruntando sandeces sobre el banquete de hacía horas, mientras Cartago le desataba las sandalias rezando para que no le patease. Por si acaso se había sentado en el borde de la cama y mantenía las piernas de Roma quietas.

—Oye, Cartago…

—¿Qué pasa? —la lazada del coturno derecho ya estaba desecho.

—¿Tú me quieres?

La pregunta, lanzada con toda la aparente inocencia del mundo, le dejó helado. Pero sin detener su labor, consiguió deshacer los nudos de la sandalia izquierda y quitársela. La lástima es que ahora no sabía que hacer para eludir la respuesta.

“Sí”

—¿Cómo podría querer a un borracho inepto como tú, Roma? —su voz no falla, ahora le está quitando la toga.

—Pero no es justo —protestó él, componiendo una expresión que intentaba emular pena pero que sólo conseguía replicar algo extraño— Yo te quiero estando borracho pero también cuando no lo estoy… y tú no me quieres. —lloriqueaba.

—No debería importarte si te quiero o no.

—¡Pero me importa! —pataleó y se incorporó, alzando la voz de pronto, como enfadado.

Cartago lo miró largamente. Esos ojos claros relucientes, brillaban claramente con el fulgor del alcohol. Impregnados en ellos estaban el vino, los vicios, las mujeres. Todo.

Y le estaba diciendo que le quería tanto borracho como no. Le sonaba a mentira fea.

—No grites. — fue lo único que le reprochó, mucho más apagado.

—Vale… —gruñó, dejando que le quitara la toga de una vez y observándolo doblarla para dejarla en su lugar correspondiente.— Cartago… no te enfades conmigo.

—No estoy enfadado.

—Mientes, le mientes a un pobre romano como yo, ¿cómo te atreves, púnico idiota y desagradecido?

Cartago soltó un bufido, regresando hasta el borde e inclinándose un poco para que le oyera bien. Se estaba empezando a cansar.

—Tú de pobre no tienes nada, Roma, así que no te hagas la víctima. Aquí el que soporta el martirio soy yo, ¿queda claro?

Roma no contestó porque se había quedado embobado mirando los relucientes ojos oscuros del cartaginés, inclinado a cierta distancia sobre su cuerpo. Parecían pozos sin fondo, unos en los que te podías ahogar. Roma no pensaba con lucidez, realmente no sabía que hacía, casi ni dónde estaba. Sólo sabía que Cartago estaba con él y que no había nadie más.

—Bésame—dijo en voz baja, muy baja, tragando saliva.

Cartago lo oyó pero no quiso entenderlo, queriendo achacarlo a una mala pronunciación.

—¿Qué?—se mostró totalmente incrédulo de que le estuviese pidiendo algo así.

Roma respiraba algo fuerte debido al esfuerzo de mantenerse despierto. Frunció el ceño y se incorporó a medias, haciendo retroceder al púnico. Su mirada le lanzaba un anhelo a Cartago difícil de ignorar.

—Bésame, Cartago… bésame o lo hago yo.

Por un instante todo pareció difuso y difuminado, lejano. Cartago estaba tardando más de lo normal en analizar esa propuesta, sopesando las posibles acciones y consecuencias de las dos respuestas. Hiciera lo que hiciera, podría achacárselo a su estado de ebriedad. Pero no quedaría verosímil contando que él era más fuerte que Roma incluso estando en posesión de plenas facultades.

No le hizo falta pensar mucho más porque, cumpliendo con su palabra, Roma ya había tirado de él y le estaba besando. Fue un beso torpe, corto y un poco húmedo. Pero uno que le dejó letalmente estupefacto, paralizado. Nunca antes separarlo de sí le había resultado tan duro.

A dos centímetros de Cartago estaba Roma, exhalando, mirándolo. Igual que él. No dudaba en calificarlo como el peor beso de toda su larga existencia pero le había sabido a gloria. Trataba de concentrarse mientras Roma le mordisqueaba y le lamía los labios, jugando. No podía ceder, ceder significaba rendirse y ganar algo que no a lo mejor luego no podía volver a tener.

—Roma, no hagas esto—pidió, algo más débil de lo normal. Este no le hacía caso, cada vez acercándose más a su cuerpo.

— ¿Por qué? —rezongaba también, débil con un hilo de voz, como si le estuvieran negando algo vital para él. — Yo quiero…

Suspiró contra su cuello, lamiendo por el lado izquierdo. A Cartago le golpeó un monstruoso escalofrío desde la espalda hasta los pies, haciéndole apretar los dedos sobre el brazo del romano.

—Para, no…

Pero ya era tarde. Le estaba mordiendo en el cuello, con fuerza con avidez, con afán y con lujuria. Sensual, mortalmente sensual. Cartago podía entender por qué las mujeres acababan acostándose con él. Por qué ellas le dejaban hacer cualquier cosa con su cuerpo. No creía que nadie fuera capaz de resistirse a algo como eso.

Se oyó reír a Roma justo después de que el cartaginés fallara reprimiendo un leve jadeo. Cartago respiraba como podía, deshecho. Notaba el cuello caliente, palpitando con furia y su corazón también. Roma chispeaba divertido, le miraba diferente.

Se dio cuenta de que así miraba a una conquista.

—Sabes salado—de repente fue como si volviera a ser el niño caprichoso, riendo a ratos y pataleando de vez en cuando. Roma volvió a echarse en la cama, estirando los brazos y revolviéndose.

Cartago aun sudaba, sin saber que decir, sin saber que hacer. Dioses.

Cuando se fue a levantar para poder largarse a cualquier parte que no fuera ese cuarto, el romano le apresó de la muñeca, conformando un puchero infantil.

—Oye, no me dejes solo…

Cartago forzó un gemido de desazón y de irritación también.

—Si me quedo harás de todo menos dormir y creo que es lo que tienes que hacer ahora mismo…

—Uy, de todo, ¿pensabas violarme?… Cartago, pervertido…

Comenzó a reír de nuevo pero enseguida se calló, extrañamente. El agarre sobre su muñeca se relajó, parecía claudicar.

—Si te vas, dame un beso de buenas noches—fue lo único medianamente coherente que pudo oír. Cartago se dijo que no podía negarle aquello ya que si lo hacía, podría marcharse y tratara de olvidar que había estado a punto de acostarse con quién no tenía que hacerlo.

Cartago se sentó de nuevo al borde y se inclinó, acariciando suave el pelo de Roma, como si fuera en verdad un niño. Luego le rozó la frente con los labios, muy ínfimamente para después dejarle uno en los labios, mucho más profundo. Él estaba borracho, no tenía por qué recordarlo.

Cuando se separó de él, Roma tenía los ojos entornados y para alarma del púnico, parecía mucho más lúcido.

—¿Ves como sí que me quieres?—la alarma creció todavía más cuando dijo aquello totalmente serio.

Sin embargo, un hipido le dio a entender   a Cartago que Roma seguía aun borracho, por lo que podía estar tranquilo. Sacudió la cabeza, resignado y se levantó por fin, esta vez sin trabas.

—Buenas noches, Roma— aunque por la repentina claridad del cielo, estaba seguro de que pronto amanecería y él ni siquiera tenía sueño después de aquello.

Roma consiguió balbucear un “Buenas noches, Cartago” antes de derrumbarse totalmente, completo y dormido.

Cuando bajó las escaleras se encontró de nuevo con Cayo, que parecía preocupado. Cartago le saludó con un movimiento de cabeza y por lo que pudo ver, el esclavo no había dormido tampoco.

Casi había llegado al pie junto a él cuando el galo parpadeó y carraspeó, desviando la mirada.

—Señor…

Cartago no estaba de humor ahora para atender cuestiones ajenas. Pero igualmente preguntó qué sucedía. Cayo tan sólo se señaló el lado izquierdo del cuello, cómplice y le guió hasta un espejo. Este estaba algo sucio y un poco mal pulido pero acercándose a la superficie pudo ver lo que Cayo ya había observado.

Allí, en el lado izquierdo del cuello, visible a duras penas gracias a su piel morena, pero visible al fin y al cabo. Allí a mitad del cuello.

Una marca. Una marca redonda y de color violeta.

“Hijo de…”

Multicolor [TABLA]

Autor:  Tanisbarca
Fandom: Hetalia World Series
Disclaimer: Roma pertenece Hidekaz Himaruya, Cartago a mi.
Claim: Cartago/Imperio Romano
Tabla Arcoiris: #8—Multicolor
Advertencias: Muerte de personajes // Semi-histórico (??)

 

 

* * *


El viento me acompaña, cumpliendo un pacto firmado tiempo atrás, cuando todo era distinto. Cuando las palabras pronunciadas se cumplían... cuando los sueños se vivían.

No sé cuánto tiempo llevo aquí. Ni siquiera sé qué es “aquí”. Creo que ahora mismo para mi no existe ni  el “aquí”, ni el “allí”. Posiblemente tampoco “allá”. “Ahora” o “después”, todas esas palabras, han perdido todo su significado. No valen nada.

No estoy en ninguna parte. Ya no. Ni siquiera tengo un cuerpo físico. No sé donde estoy. Bueno, sí lo sé, pero no quiero ponerle nombre.

Todo es prístino, blanco. Silencioso, con tan solo el clamor de los que me rodean, otros como yo.

Naciones muertas.

He llegado a reencontrarme con mi madre, Fenicia, después de siglos. He conocido por fin a Tartessos, el que fue el viejo amigo de Iberia. Creta, la hermana mayor de Grecia, también vino a verme. Y muchos otros que nunca conocí y de los cuales nadie ha oído hablar. Todos se arremolinan junto a ti, para saber quién ha sido el siguiente. No son cuerpos, más bien ideas, mentes dispersas. Luces blancas hechas cúmulos con voz propia.

Ninguno sabemos dónde estamos porque no se parece a ningún Cielo ni a ningún Infierno que hayamos conocido. Simplemente estamos ahí, unos al lado de los otros, esperando…

Esperando ver quién es el que sigue.

Esperando recibir al próximo país muerto.

Cada vez que alguien nuevo llega, todos sabemos de quién se trata, es como si al morir conserváramos nuestra esencia, nuestro verdadero ser. Yo dejo que sucesivamente los demás reciban a los que llegan y después giro alrededor, despacio, como hacen siempre.

Pero no hablo. No quiero. No lo necesito.

Esto no sólo lo aplico a los muertos que aparecieron después de mi- Una vez me los presentaron, no volví a decir palabra, no volví a hablar con ninguno una vez saciaron mi curiosidad. Fenicia me dice que es porque estoy esperando a alguien en especial y que por eso no quiero hablar con nadie más. Niego siempre con el gesto que se interpreta para decir que no, encogerse y que tus pequeñas bolas de luz se hagan más pequeñas, agrupándose unas con otras. Aquí, sea dónde sea este sitio, ya no se puede mentir y por eso siempre me atrapa.

Se ríe, comenta que ni siquiera cuando estábamos vivos se le escapaba algo de mí.

No me obligan a hablar, piensan –aquí todos sabemos todo de los demás- que si no quiero, no tienen por qué obligarme. Asombrosamente, aun cuando soy hosco y ermitaño, no me dejan solo. No me abandonan, creen que lo único que nos queda es mantenernos juntos hasta el día que podamos tomar cuerpo de nuevo.

Creta es la que más habla conmigo, yo la escucho. Me cuenta siempre cómo fue en vida, una mujer hermosa, obsesionada a decir verdad, con los laberintos y las profecías de los Dioses. También refunfuña sobre lo mal que lleva Grecia las cosas, dejándose avasallar por ese idiota romano.

De alguna forma me tenso cuando mencionan a Roma, ellos lo notan. Y enseguida cambian de tema. Todos conocen mi historia, la han visto a través de mis recuerdos. Me aconsejan que debiera dejar el pasado atrás, perdonar y olvidar. Pero no puedo, ellos no lo entienden.

Fenicia murió conquistada, como la gran mayoría de nosotros. Tartessos murió sin más, dice que de viejo aunque nadie sabe cual es su apariencia porque aquí nadie tiene. Cuenta que un día se durmió y cuando se despertó, ya estaba aquí. A veces se le ocurre achacarme a mí su muerte aunque yo no recuerdo haberle visto por Iberia en ningún momento. A Creta la mató su propia hermana y es la que más cerca está de saber cómo me siento y de por qué no voy a perdonar la traición de Roma sin más.

No nos sentimos traicionados como naciones, sino como las personas que también éramos.

Ella me comprende mejor, es por eso que aun dejo que gire en torno a mí, relatando sus historias una y otra vez, con un aura de tristeza que me contagia. Poco a poco le voy contando también mis propios recuerdos. Hablo de hablar, decir, pero realmente sería más bien cómo transmisión de pensamientos. La primera vez que Creta captura un recuerdo de mi mismo tal cual era en mi época de gloria, ríe o se escucha una risa coqueta y me dice que si hubiésemos coincido ella habría estado gustosa de comerciar conmigo.

Contesto que aún así habríamos sido enemigos tarde o temprano. Los griegos y yo nunca nos hemos llevado bien. Fenicia se nos acerca de vez en cuando, girando las dos a mi alrededor y a veces entretejiendo sus luces con las mías. De esa forma es cómo estrechamos lazos. Mi madre a veces trata de consolarme y Creta, de vez en cuando, termina cerca de mi cúmulo, como si en la realidad me estuviera abrazando. Yo dejo que hagan eso, no me queda nada más y rechazarlas sería cruel por mi parte, por muy decepcionado que esté con mi final de vida.

Un tiempo después, no se cuanto realmente, Creta me explica que si me concentro mucho puedo ver qué es lo que pasa en la tierra de los vivos. Yo me alarmo silenciosamente, ella intenta calmarme diciendo que es algo que se puede hacer y que no estoy obligado. Pero tras pensarlo mucho decido hacerlo.

Necesito hacerlo.

Concentrarse en sencillo, sólo deseando querer ver lo que se quiere ver, sucede. Y me paso largos períodos mirando a la vida. Fenicia no me intenta alejar de esas ventanas abiertas, nadie lo hace. Saben que todos pasamos por ello.

Lo primero que trato de mirar, aunque me es difícil, es a Qart Hadasht, la pequeña hija a la que vi por última vez cuando partí con Aníbal hacia los Alpes. Ha crecido en todo ese tiempo, me alivia saber que se recuperó del ataque de Roma aunque ahora sea él quien la cuide. Después veo a Iberia, cambiado, romanizado. Diferente. El viejo mundo está muriendo con el avance de los romanos. Grecia, subyugada. Cuando la veo a ella, Creta se me une y se apoya en mí, arrullándome con canciones viejas, nanas de antaño perdidas en el olvido. Ella ya perdonó su injuria, pero comprende que para mí todavía resulte difícil. También veo a Galia, derrotado e igualmente esclavizado, convertido en provincia romana. Egipto, Persia, Numidia, Sicilia, todos bajo su control. Me consuela saber que Britannia es la única que, como yo, pudo plantarle cara. Al menos ella ha sobrevivido más tiempo. Igual que ese tal Germania, un bárbaro de la selva negra al cual no tuve el placer de conocer en vida pero que le está poniendo las cosas difíciles a Roma.

Roma, convertido en un Imperio, más grande que el de Macedonia y su Alejandro. Más grande que el mío o que el de Persia.

Pasa el tiempo y yo aun sigo observándole sin que él lo sepa, notando como la nostalgia y la tristeza me pesan, recordando viejos tiempos que nadie más va a recordar, salvo yo. Lo último que se me ocurre visitar es Cartago, en dónde nací, crecí y morí. Fenicia me acompaña para que no me derrumbe, sabe que ver por vez primera tu tumba después de muerto es algo duro. Además, adorna mi rabia con anécdotas de cuando yo era más joven y ella aún podía quedarse conmigo en África. Ciertamente eso me calma y me ayuda a ver mis ruinas, arrasadas hasta los cimientos.

Mis luces se encogen una y otra vez pero por fin dejo de mirar afuera. Vuelvo a quedarme aquí dentro, sea lo que sea este lugar diáfano y muerto, sin nada más que hacer que esperar. Y esperar y esperar. Es lo único que hago, entre medias de las charlas con Creta, con mi madre y con Tartessos. Charlas que apenas logran tapar mi ansiedad.

Quiero que venga y  a la vez desearía que no lo hiciera. Todavía recuerdo la maldición que pronuncié al morir justo cuando mi cuerpo se transformaba en esto que soy ahora, Recuerdo las palabras, pronunciadas con odio y a la vez con dolor, recuerdo sus ojos, desconcertados y llenos de una desesperación anhelante que no logré determinar.

Él no descansó hasta destruirme. No podía querer más de mí. Es lo único que repito una y otra vez cuando cualquiera de los demás me murmuran que quizá me haya equivocado. No es verdad.

Ellos lo ven, Roma no deja vivir a los demás, tan solo quiere vivir él, él y su grandeza, para toda la eternidad. Pero todos sabemos que eso no pasa, porque todos morimos algún día. La cuestión es, a manos de quién y  de qué forma

 

* * *


 De nuevo no sé cuánto tiempo ha pasado pero de repente todos aparecen en tropel. Algo ha sucedido, algo grave, porque han caído todos excepto Britannia y Germania.

Por lo que Creta ha visto, escrutando hacia ellos, Germania ha terminado matando a Roma y con Roma cayeron sus provincias de occidente como fichas de un juego roto. El primero en venir es Galia. Todos se arremolinan a su alrededor como hicieron conmigo, yo me mantengo al margen, aun sigo esperando. Le sigue Iberia, mi viejo amigo. A él si le recibo e incluso me permito el gesto de “abrazarlo” solo una vez antes de dispersarme y retirarme. La tercera es Grecia, que murió dejando a su hijo Bizancio al mando del Imperio de Oriente. Contemplamos un encuentro algo tenso entre ella y Creta, pero terminan dando vueltas entre ellas, como si fueran niñas pequeñas. Ríen. Sé que yo no podría hacer eso. Egipto es la siguiente, elegante, como siempre fue ella.

Por último, Roma.

Sólo somos cúmulos de luces, esferas blancas y brillantes. Pero lo reconocería en cualquier parte, de cualquier forma y en cualquier lugar. Incluso muertos. Noto, realmente todos lo hacemos, que está confuso, que no sabe que ha ocurrido y que tampoco sabe dónde esta.

Lo único que sabe es que quiere volver, a su grandeza, volver a intentarlo. Pero al no poder hacerlo, se frustra y se retuerce. Fenicia me acompaña mientras me mantengo lejos, mientras todos intentan calmarlo. Dice que es algo normal, que son crisis de quién en vida ha subido tan alto que la caída es aún mucho más dolorosa que la propia muerte. Yo suspiro y miro, aun de lejos. Me pregunto si él sabe que estoy aquí.

Cuando por fin entre todos le hacen comprender lo que ha pasado, Roma está más calmado aunque aún inquieto y receloso. Creta se queda conmigo ahora, mientras yo permanezco sereno, distante, mientras Iberia y todo el elenco de antiguas provincias giran y giran con Roma como yo hice en su momento al morir.

Creta me susurra que si quiero, vaya con ellos, pero me encojo. No quiero ver a Roma, ni que él me vea. Creta ríe suave y dice que él ya sabe que estoy aquí y que sólo está esperando que acepte dejarlo acercarse.

Sucede poco después. Ambos notamos los mutuos sentimientos exteriores pero tanto tiempo aquí me ha dejado aprender a ocultar los demás, por lo que Roma no va a poder saber más que lo que ya sabía. Que el odio es fuerte y que no va a poder romperlo sólo con venir despacio, exhalando arrepentimiento por todos sus haces de luz.

“Cartago”

“Roma”

Silencio. Nos han dejado solos. Los notamos cerca, a la espera tal vez. Como un drama en el teatro. Solo que esto no tiene guión y  mi no me apetece improvisar. Nos movemos lentamente uno alrededor del otro, como órbitas parejas, emulando movimientos que solíamos recrear luchando en la arena. De pronto sus luces se abalanzan sobre las mías y los dos formamos un solo cúmulo. Es difícil saber quién es quién y cuál es cuál. Sé que si tuviéramos cuerpo, Roma ahora mismo me estaría abrazando, temblando desesperado por conseguir que yo le perdone, de la forma que sea. Puede que incluso estuviese llorando y puede que yo me mantuviese con mi mirada impasible, sin rodearlo con los brazos, esperando que se soltara por sí solo. Pero siendo como somos, nuestros “cuerpos” de luz blanca se unen y se entrelazan, chocando el uno con el otro, lanzando destellos multicolores cuando una de nuestras esferas choca con otra ajena.

Puñados rojos y azules, verdes, amarillos. Incluso violetas y celestes. Naranjas.

Todos los recuerdos guardados se comparten. Sé a ciencia cierta que Roma está suplicando en silencio, pero de una forma mucho más real que cualquier otra. Después de haber probado la agonía y la traición., sabe cómo realmente debí de sentirme bajo su espada y se odia. Se odia con todas sus fuerzas y me suplica.

Lo último que vemos los dos, antes de separarnos, es ese último encuentro, solapado con su muerte. Resuenan las palabras, la maldición. Después se desvanecen mientras cada cual regresa a su lugar, separados por ese eterno vacío blanco.

“¿Me perdonarás algún día?”

Noto su sinceridad. No le reprocho que sea honesto ahora. Los demás siguen por ahí, han contemplado el fenómeno de luces y colores pero no a los recuerdos, un lazo que sólo nos une a él y a mí.

“Algún día, sí”

Cuando digo esto me alejo de él y él no me sigue. Sabe que necesito estar solo o al menos no cerca suyo. No me detengo pero un sentimiento y un pensamiento nuevo me hacen dudar un poco, aunque aun así me sigo moviendo, cada vez más lejos. Su idea me sigue golpeando después.

Yo rechino y mis esferas se hacen más pequeñas. Él acaba gritándome.

“Voy a esperarte, Cartago”

Fenicia y Creta se reúnen conmigo en cuanto estoy lo suficientemente lejos como para poder ignorar su promesa, aunque ya se me ha quedado grabada. Iberia y Galia flanquean a Roma y le piden paciencia por mí.

Fenicia y Creta me piden a mí que piense y reconsidere. Que no tiene que ser ahora pero que tampoco le haga sufrir por algo que debería haber dejado en el pasado. Yo replico que el pasado es algo que siempre me va a acompañar. También repito.

“Algún día”

miércoles, 27 de julio de 2011

Celeste [TABLA]

Autor:  Tanisbarca
Fandom: Hetalia World Series
Disclaimer: Roma pertenece Hidekaz Himaruya, Cartago a mi.
Claim: Cartago/Imperio Romano
Tabla Arcoiris: #6—Celeste.
Advertencias: Random // Semi-histórico

 

* * *


 

—Roma, no es cómo si en mi casa no tuviera una, ¿sabes?

—¡Da igual! ¡Las mías son mejores! ¡Vamos!

A los esclavos que guardaban el vestíbulo no se les pasó desapercibida la expresión de Cartago, de visita en Roma por primea vez desde hacía mucho tiempo. Normalmente era Roma quien frecuentaba la casa del cartaginés pero esta vez había resultado ser distinto.

Roma le había invitado expresamente, y Cartago sospechaba que lo que quería era impresionarlo de alguna manera. Lo que el romano no sabía era que todo lo que él tuviera, Cartago llevaba siglos teniéndolo, no en vano era la capital del mundo antiguo después de haber desbancado a Grecia.

Ahora le tocaba el turno a las termas.

Se quedó callado mientras Roma negociaba el precio con uno de los encargados. Finalmente accedieron a darles un servicio completo más tiempo extra por dos sestercios de más.

—Pasen al apodyterium, por favor.

Uno de los esclavos les condujo hasta una salita rectangular repleta de hornacinas en sus paredes y un banco corrido bajo ellas. Estas servían para que los clientes se desnudasen y dejasen sus pertenencias a buen recaudo. Aunque nadie le robaría las posesiones a la personificación de una nación, habría que estar loco para siquiera intentarlo.

A esas horas no había nadie pues la hora común de acudir a las termas con los amigos era más temprana. De hecho, Roma había elegido ese periodo de tiempo a propósito.

Cartago notaba las diferencias entre las termas de su casa y las de Roma, mucho menos avanzadas. Tendría que enseñarle a diseñar mejor los edificios, francamente. Pero se olvidó de todo eso mientras se quitaba los brazaletes y los dejaba con cuidado en una de las celdas. Le causaba gracia ver a Roma ir quitándose de a poco las capas y capas de ropa que llevaba encima mientras que él mismo tan sólo tenía que deslizarse la túnica y el chitón.

Se desataba las ataduras del calzado cuando Roma  se sentó al lado, imitándolo.

—Oye, ¿esa cicatriz es nueva?

Cartago bufó, medio sobresaltado por aquella pregunta tan banal, evitando mirarle directamente.

—No lo preguntes cómo si conocieras las otras… y no, no es nueva.

—Pues no la había visto antes—Roma protestó porque notaba la acusación.

—Eso es porque no voy por ahí alardeando de ellas, como tampoco voy quitándome la ropa delante de ti todos los días.

—Pues deberías, desnudarse con otro hombre es un acto de comunión y así se estrechan los lazos de amistad mejor que de cualquier otro modo.

—Dioses, cállate.

—¿Qué? Lo digo en serio…

La conversación, llevada hasta casi la puerta de la primera sala, se detuvo cuando un esclavo negro les salió al paso y se señaló las orejas. Al principio ninguno de los dos entendió a qué se refería pero cuando el esclavo repitió la acción y a la vez alcanzó uno de los pendientes del cartaginés, comprendieron que debía quitárselos.

Cartago suspiró, tomándose uno de los lóbulos. Llevaba los pendientes puestos desde joven y casi nunca se los quitaba. Por alguna razón no le gustaba desprenderse de ellos. Fue casualidad o no, pero lo cierto es que Roma notó su reticencia y fue él quién se adelantó a quitárselos, con cuidado.

Nunca supo por qué pero el que hiciera eso se le antojó mucho más cercano e íntimo que si le hubiese quitado la ropa.

 

* * *



Las gotitas resbalaban por su piel morena, imitando las que se deslizaban por las paredes de azulejo celeste, reflejando el agua caldeada en la que estaban sumergidos. Roma la había llamado Caldarium y era la primera del ciclo de la terma. Cartago la identificó con la suya a la que llamaban Sauna.

Una bañera de agua caliente, rectangular, provista de piletas equidistantes sobre la cual manaba agua fresca para beber y refrescarse de cuando en cuando. Esa sala servía para sudar y exudar todo lo malo de la piel. También servía de relajo y era dónde se llevaban a cabo la mayor parte de las charlas políticas.

Sólo que ahora todo estaba en silencio.

Apoyado de espaldas a una de las paredes de la bañera rectangular, se dejaba caer intermitentemente hacia abajo hasta que las puntas del pelo rozaban el agua.

Caliente. Cerraba los ojos, hasta que sentía la cabeza de Roma sobre su hombro porque se estaba quedando dormido metido en el agua. Le despertaba sutilmente, sacudiéndolo con el hombro a la par que este protestaba diciendo que no se quedaba dormido, que solo quería acomodarse mejor.

Cartago siempre respondía lo mismo.

—No soy tu almohada, idiota…

—Pero es que estás calentito.

A veces sus caprichos le sacan de quicio, pero solo interiormente. En apariencia seguía siendo el mismo.

—Por si no te has dado cuenta, aquí todo está caliente, así que déjate de monsergas y quítate de encima, que bastante tengo.

—¿Oh? ¿Qué tienes? ¡Cuenta!

—No empieces…

Cartago se levantó para salir y dirigirse a la siguiente estancia, la sala de baño templado y la de masajes. Roma lo siguió, refunfuñando que era un seco y un soso y también un mal amigo, a lo que Cartago replicaba que si tan mal amigo era la próxima vez le iba dejar atracar en África su abuela la Loba.

Roma no tenía más opción que claudicar.

En la sala templada, sendos chorros de agua a presión ejercida por dos robustos esclavos tracios, salidos de cañerías en las paredes, limpiaban los restos de sudor y asperezas que pudieran quedar de la anterior bañera. Después, tumbados en divanes, dejaban que una cuadrilla de esclavos de diferentes nacionalidades masajearan los músculos agarrotados, doloridos, las contracturas al mismo tiempo que eslavas diestras limaban las uñas y las durezas de los pies.

Durante ese lapso de tiempo no hablaron, tan solo dejaron hacer su trabajo a los esclavos, profiriendo de vez en cuando gemidos de gusto al notar que deshacían los nudos del cuerpo.

Por último, el frigidarium, una gran piscina donde se realizaba el último baño frío reconstituyente después de sudar y recibir los masajes.

Por suerte para Cartago, en toda la extensión de la piscina hacia pie así que no tuvo problemas para meterse al agua. Roma lo hizo como hacía todo. Escandaloso y a lo grande. Es decir, lanzándose hecho una bola, salpicando el resto de la sala y al elenco de esclavos. Cartago no pudo evitar sonreírse mientras se dejaba embriagar por el agua fría.

Roma se acercó nadando hasta él, quedándose apoyado a su inversa sobre el borde, pataleando de vez en cuando.

—Venga dime, ¿te he impresionado?—la pregunta se le antojó tonta pero igualmente esperada. Cartago no le iba a mentir, realmente.

—Mas bien no, en casa tengo termas que duplican el tamaño de las tuyas y cuyos servicios están más que ampliados. —Respondió sin temor a que se enfurruñase— Te recomiendo sustituir el techo plano por bóvedas, harías que el vapor se adhiriese a él y el agua se escurriese hasta abajo de nuevo, de manera más cómoda.

—Ah…

Roma miró hacia el techo, pensativo. Se movió de manera que quedó esta vez de lado a Cartago. Lo observó por un momento. Este estaba con los ojos cerrados pero interpretando el silencio del romano como que andaba analizando su consejo.

Nada más lejos de la realidad.

Abrió los ojos de golpe cuando sintió el mordisco de Roma en el hombro, alarmado.

—¡¿Se puede saber que estás haciendo?! —exclamó, pillado por sorpresa.

Roma reía alto, ya nadando en el centro de la piscina.

—Púnico idiota, atrápame si puedes—en sus ojos brillaba el desafío. Cartago se medio incorporó, molesto.

—No voy a seguirte el juego.

—Cobarde—canturreó Roma, ya casi al otro lado.

Frunció levemente el ceño mientras terminaba de levantarse del todo. Amenazador, erguido y monumentalmente fastuoso. Los esclavos presentes admiraron la magnificencia púnica sin saberlo.

—Tú… romano cabeza de chorlito…

Los esclavos apenas pudieron contener algunas risitas ahogadas al ver a aquellos dos fuertes hombres hechos y derechos, jugar a atraparse entre sí, como si fueran dos niños en la bañera de su casa particular.

Mientras, las gotitas seguías deslizándose por las paredes, de manera trémula, surcando las baldosas de color celeste, las cuales reflejaban el agua termal.

 

Juventud [TABLA]

Autor:Tanis
Fandom: Hetalia World Series
Claim: Cartago/Aníbal Barca
Tabla De una Vida: #3—Juventud
Advertencias: Hecho para [info]musa_hetaliana //  Histórico

 



* * *



Qart Hadasht lloraba.

Es joven para comprenderlo, había dicho Iberia. Demasiado joven para saber. Ella sólo estaba viendo como se marchaban todos a una guerra a la que ella no podía ir por si misma. Una guerra que se le antojaba innecesaria y lejana.

Aníbal Barca no podía evitar sentir pena por ella. Pero era su ciudad, tenía que hacer eso para protegerla. Sabía que los romanos no tendrían piedad. Cartago también lo sabía.

Por eso iba a acompañarlo durante toda la travesía hasta Italia, tenía que estar ahí para mantener la moral alta. Además, se había acabado el tiempo en el que pudiera quedarse tras los muros de una ciudad, esperando agónico la derrota.

Aníbal y Cartago conocían las probabilidades que tenían de ganar esa guerra, pero harían todo lo que pudiesen por al menos, quedar en tablas.

Iberia les acompañaría hasta poco después de cruzar los Pirineos, después volvería.

Medio ejército ya estaba en marcha, Aníbal había impartido todas las órdenes del camino. Ahora estaba agachado junto a la niña, igual que aquella vez en el puerto de hacía años.

—Volveremos pronto—le limpió suavemente una de las lágrimas que rodaban por la mejilla sonrosada de ella.

—¿Lo prometes? —preguntó ella entre hipidos.

Aníbal asintió, le palpó la cabeza y miró a su hermano pequeño, Asdrúbal. Él tendría a cargo la defensa de Iberia y de la ciudad mientras Aníbal marchaba a Italia  a patear la puerta de los romanos.

Asdrúbal hizo un gesto con la cabeza, como si dijera que todo iba a estar bien. Cartago se mantenía en silencio, pero fue el último que se despidió de su hija antes de partir. Ella ya no lloraba pero estaba triste.

—Cuidaré de él—le murmuró sin que nadie más pudiera oírlo. Se estaba refiriendo claramente a su estratega. Sabía del estrecho lazo que unía a Aníbal y a Qart Hadasht. Ambos se habían criado juntos, él en la ciudad y ella viéndole crecer, profesándole un sentimiento que rayaba en la adoración.

La pequeña asintió débilmente y se separó de ellos, aforrándose trémulamente a la muñeca que Asdrúbal Barca le tendía. Iberia le sonrió por última vez antes de montar en su corcel. Él sería quién debería guiar a la tropa por las montañas antes de enfrentarse a los galos más allá de los Pirineos.

Cartago montó el último, echándole un último vistazo a su hija, a su segundo general y a la bahía. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que probablemente no pudiera verla en mucho tiempo.

* * *


Ocurre que, a veces, nos marcamos objetivos, metas, que sólo tienen sentido para nosotros mismos. Son esos propósitos que cuando únicamente dependen de uno mismo, hacemos lo posible por cumplirlos. Y este, pudiera parecer, era uno de ellos.

La aparente innecesaria subida a las montañas, era también un reto. Iban a llamarla su guerra, pero él no tenía la culpa. Iba a hacer l oque tenía que hacer, costase lo que costase. Querían la destrucción de su patria, y si podía impedirlo, lo haría.

¿Qué mejor que llevando la guerra a la casa del contrario?

La ascensión, había sido dura. Lenta pero firme. La llegada a la cima y el breve descanso en ella, contemplando la belleza que ofrecía la visión de un mundo hasta entonces virgen, era una sensación única. El ejército compartía su opinión y sabía que le seguirían hasta la muerte si era preciso. Confiaban en él.

Cartago también.

Pero todavía faltaba lo peor. Es en estos casos en los que descender se convierte, inevitablemente, en una vertiginosa caída.

* * *


No lo decía, pero Aníbal sabía que cuanto más se acercaran a Italia, más expectante estaría su nación. Conocía sus motivos, sus pensamientos, el porqué había decidido acompañarle en su travesía a pesar de la complicación de la misma.

No era por dar una imagen.

Realmente Cartago quería ver a Roma, aunque fuese en batalla.

Barca había llegado a comprender que una nación mantenía una constante dualidad en su mente. El pensamiento del colectivo, o como se decía, de todo el conjunto de habitantes que tenían conciencia de pertenecer a la nación conocida como Cartago. Y la suya propia, individualista, proveniente de su mente como humano que también era.

Sabía que su mente de nación quería luchar y derrotar a Roma. Sabía que su mente de nación odiaba a Roma y a los romanos, por todo lo que habían hecho, roto y arrebatado. Y también sabía, que su mente humana amaba, amaba a ese romano idiota, esa personificación de la nación que si pudiera, los pasaría a cuchillo a todos.

Aníbal comenzaba a entenderlo tarde, pero podía ver la terrible lucha que se mantenía dentro de la conciencia de Cartago. Fue por eso por lo que tomó la decisión que luego le costaría la guerra.

* * *


—Aníbal, no podemos seguir así.

Cartago apenas podía mantener la respiración tranquila. Tanto él como las tropas cerca de Cannes ya habían acabado con la batalla, saldada en victoria. Pero Cartago sabía que algo no estaba marchando bien, era como si su estratega estuviese conteniendo algo.

—Hemos cercado a los romanos, están asustados tras sus muros.

—¿Te crees que se van a quedar ahí, sin más?

—Por su bien espero que sí.

Aníbal y Cartago no solían discutir, es más, parecía inconcebible que eso sucediese. Pero ahora estaba pasando. Cartago quería acabar con la guerra de una vez, Aníbal parecía querer prolongarla hasta lo indecible. Sin apoyo de la ciudad en África, se estaban estancando. Si habían sobrevivido hasta ahora era saqueando la península itálica, aliándose con los pueblos bajo yugo romano que deseaban una vida mejor que esa.

En el campamento, aún hablaban.

—Roma no va a esperar eternamente, es impaciente… y en cuanto vea que no vamos por él… —Cartago sólo quería terminar, alejarse de allí y dejar de padecer un daño interno y mental que no debería. Quería ganar pero esa guerra de desgaste ya se había saldado sus territorios en Iberia y temía por su hija.

—Escúchame, sólo por un instante, ¿de acuerdo? —Aníbal también estaba cansado. Ambos se encontraban en medio del campamento, dónde los soldados podían ver y oír la disputa— No estoy haciendo esto para derrotar a Roma.

—¿Para qué entonces?

Aníbal podía ver un brillo extraño en los ojos oscuros de Cartago, el mismo que veía de niño a la vez que pronunciaba su promesa de pelear contra los romanos.

—Obligarlo a rendirse…

Fue entonces y sólo entonces, cuando Cartago comprendió realmente el plan real de Aníbal, el porqué de sus acciones y el enrevesado de su actitud. No estaba haciendo todo aquello, toda esa guerra por Cartago, la nación.

Sino por él, por Cartago el humano.

Verde [TABLA]

Autor:  Tanisbarca
Fandom: Hetalia World Series
Disclaimer: Roma pertenece Hidekaz Himaruya, Cartago a mi.
Claim: Cartago/Imperio Romano
Tabla Arcoiris: #5—Verde.
Advertencias: Random // Semi-histórico

 

 

* * *


No podía creer que su enfado durase ya una semana. No recordaba que hubiese durado tanto uno de sus berrinches. El más largo que podía rememorar era de una extensión de tres días y Roma había sufrido más su propio enojo que Cartago.

Pero esta vez era diferente.

Nunca se hubiese imaginado que probar su propia medicina fuera tan… duro.

Ocho días después de haberlo arrojado al agua, Cartago se preguntaba si acaso esa vez Roma se habría enfadado con él de verdad. Normalmente, el romano se enfurruñaba y se aislaba, comportándose de manera infantil, hasta que finalmente cedía y volvía a ser el mismo de siempre.

Ahora y desde hacía una semana, Roma le ignoraba, sí, pero no le lanzaba miradas de disgusto pueril de cuando en cuando. No le ignoraba como si no le viese, simplemente le denotaba un comportamiento frío de cuasi desprecio. Uno que se convertía en viscoso escalofrío cuando esos ojos de color ámbar le miraban y le reprochaban en silencio, pidiendo que por una vez Cartago reconociese su error.

Cartago estaba empezando a no soportar ese trato.

 

* * *



—¿Cuánto más vas a estar así?

Finalmente Cartago no pudo más, tenía que preguntarlo. Y en consecuencia actuar. Se esperaba cualquier respuesta, cualquier palabra de protesta, pero no lo que le contestó, con indiferencia, como si nada pasara.

—No sé a qué te refieres, Cartago. —Roma estaba tumbado bajo la sombra de una palmera, grande y voluminosa, en el patio del palacio del cartaginés.

Él tan tranquilo, relajado, ojos cerrados y una expresión que Cartago interpretaba como victoria. Luego la gente decía que los púnicos eran tramposos. Pues los romanos no se quedaban cortos, que digamos.

No va a perder la paciencia, porque ese romano cabeza hueca no se lo merece, pero sí que se irrita. No le gusta que juegue así.

—Pues yo creo que sí. —murmura, descruzándose de brazos, mirándolo del revés y desde arriba. Roma se sonríe porque nota su rabia. —Y como no dejes de pensar que así me estás castigando te voy a echar a patadas de aquí—dice esta vez, sentándose al lado, de nuevo adoptando su aire sereno.

Roma abre un ojo y frunce el ceño, incorporándose de golpe, mirándolo, esta vez con su habitual expresión de niño al que le han roto un capricho. Cartago entorna los ojos y le mira de soslayo. Es tan hábil tendiendo trampas que nadie, ni siquiera aquél que le conoce mejor que nadie, lo nota.

A un púnico nadie le gana en astucia.

—Estaba bromeando—aclara Cartago, ante los ojos ya nada impasibles del romano.

—Ah —Roma traga el anzuelo.

—Es mucho más sencillo llevarte al puerto y allí patearte.

—¡O-Oye!

Quería oír una queja así. Roma vuelve a contrariarse como siempre hace. Cartago no puede menos que suspirar y elevar una de sus manos y palmear el hombro de su compañero, condescendiente.

—Aún te falta mucho que aprender, joven república, todavía estás muy verde.

Cartago termina por levantarse.

—Anda, vamos a comer—dice ahora mucho más templado—… Invito yo.

No pasan ni tres segundos y Roma ya está de pie, caminando tras de Cartago, intentando no olvidar que está enfadado aunque a duras penas lo consigue.

—¡Pero a lo que yo quiera1 ¡Y vino, mucho vino!

—Sí, sí…

Cartago siempre fue hábil estratega, ideando un plan para cada ocasión en especial. Por ejemplo aquél. Si ves que el enemigo intenta atacarte con tu propia estrategia, idea una nueva y hazle ver que eres más fuerte.

Y si no, siempre queda el soborno.

martes, 26 de julio de 2011

Naranja [TABLA]

Autor:  Tanisbarca
Fandom: Hetalia World Series
Disclaimer: Roma pertenece Hidekaz Himaruya, Cartago a mi.
Claim: Cartago/Imperio Romano
Tabla Arcoiris: #4—naranja.
Advertencias: Random // Semi-histórico

 

* * *


 

El cielo anaranjado arrastra el azul cobalto despidiéndolo hasta un nuevo día, dando la bienvenida al negro infinito, salpicado por miles de estrellas ya extintas, que aún así siguen brillando casi perpetuas, como testigos de tiempos remotos y deseos futuros.
Cuentan que no existe el miedo a perder, sino el temor a ganar. Él y yo lo sabemos bien.

 

Hace frío en la oscuridad de la noche. Pero yo no lo noto.

 

 

* * *


 

 

Cartago no duerme durante noches así, no puede. A veces le asaltan inquietudes que ni él mismo comprende pero que lo mantiene en vela, noche tras otra hasta que algo consigue hacerle cambiar de opinión.

 

Esta vez no es diferente.

 

El tiempo pasa despacio, lento, como una exhalación tenue. Cartago, tumbado cuan largo era sobre un escabel de la sala inferior, leía pequeñas obras de escritores alejandrinos y helenos. Cuando no podía dormir, lo único que se le antojaba hacer era leer versos.

 

Se alumbraba con una única vela, danzarina y juguetona. Una pequeña luz naranja que dibujaba formas sombrías sobre los papiros, sobre las líneas y las palabras. Cartago entorna los ojos y suspira, dejando los rollos a un lado y levantándose con algo de reticencia.

 

Se asoma al mirador, abierto de par en par, por el que se cuela la brisa del mar. La luna casi llena adorna el cielo oscuro, a  lo lejos puede ver brillantes luces de antorchas en el puerto, en los navíos. Apoyándose en la balaustrada, nota el frescor, le acaricia la piel caliente, oscura.

 

Mira al horizonte.

 

Y poco después nota y sabe que no está solo.

 

—¿Cartago?

 

Roma está detrás, frotándose un ojo, revolviéndose el pelo y bostezando largamente. Es una de esas épocas en las que alega que el mar se pica mucho para navegar y que prefiere quedarse anclado allí que en Sicilia, dónde los siciliotas le miran con malos ojos.

 

Cartago se termina girando, con la luz plateada recortando su figura. Difuso, aun con sueño, Roma tiene la impresión de que está envuelto en misterio. Uno de los pendientes del púnico lanza un destello anaranjado.

 

—¿Roma?... —vacila, no le gusta que le pillen despierto, pensando en sus cosas. No quiere tener que explicar nada— ¿Ocurre algo?

 

Este sólo se encoge de hombros y se acerca, despacio, hasta quedarse a su lado, mirando también al infinito ahora.

 

—No, me desperté y vi luz abajo—vuelve a bostezar— ¿No podías dormir?

 

La franqueza del romano a la hora de preocuparse era ciertamente inquietante. A veces sus intenciones las solapaba con otras cosas o cuestiones, pero no cuando se trataba de él.

 

—No, el colectivo está inquieto…—la verdadera razón. No era el frío, ni ninguna inquietud personal, si no la de su propia sangre, su mente de nación. —… aunque no lo parezca.

 

Roma sabía que Cartago siempre andaba de uñas con Siracusa y Sicilia y que eso le quitaba el sueño. Le angustiaba no saber que hacer para solucionarlo y solidarizarse con él era lo único que se le ocurría. Por eso, sacrificando las restantes horas que tenía para dormir, había bajado a  ver cómo estaba.

 

Los dos permanecieron en silencio, mirando la línea entre negra, azul marino y plateada del océano, allá en la bahía. Los barcos se mecían ligeramente sobre la mar rizada. Roma parecía ausente, más bien adormilada. Cartago no.

 

Pero quisiera estarlo.

 

—Roma, te estás quedando dormido.

 

La voz de Cartago nunca había sonado tan dulce, o eso le pareció al romano, medio apoyado en la barandilla de marfil, casi con la sien apoyada en ella. Roma gruñó y se levantó rápido como si quisiera dejar ver que podía aguantar despierto. Cartago sacudió la cabeza, condescendiente y le tomó del brazo.

 

—Vamos, no quisiera que te cayeras por el balcón, las manchas de sangre quedan muy feas en el patio.

 

Roma refunfuñaba de camino, mientras intentaba soltarse diciendo que era perfectamente capaz de mantenerse de pie aunque lo decía con tal voz de sueño que era poco posible creerle. Cartago lo consiguió arrastrar hasta el escabel dónde momentos antes él leía. La vela proyectaba aun sombras suaves y danzarinas pero ya se estaba consumiendo.

 

Cuando Cartago la tomó, resbalaba cera hasta la base de cerámica. La llamita naranja se acercó hasta la cómoda junto a la cómoda cama improvisada de Roma. Cartago no pudo menos que reprimir una sonrisa ladina.

El romano ya estaba dormido, relajado.

Cartago se sentó en el suelo, apoyando la cabeza en el estómago de Roma, el cual se removió despacio. Intermitentemente  cerraba y abría los ojos, cada vez la vela era más pequeña. Cuando esta se consumió, el cartaginés se quedó a oscuras, escuchando la respiración pausada de Roma.

Oía grillos y tan sólo la luz de la luna podía acompañarle ahora.

 

Roma despertó tarde, como siempre sucedía. Abrió los ojos primero despacio, pensando que Cartago se iba a enfadar con él por quedarse hasta casi la hora de comer en la cama. Sin embargo, al poco se dio cuenta de que no estaba en la cama y que Cartago no podría enfadarse con él por eso.

Lo tenía apoyado en el torso, sentado en el suelo. Profundamente dormido.

Roma se sonrió mientras se frotaba los ojos y bostezaba, como hiciera durante la noche. Pero no se movió, prefería quedarse así hasta que su amigo se despertara y dejar que pasara el tiempo, porque sabía que verlo en ese estado, de esa forma, era algo que probablemente no iba a poder repetir.

 

Junto a ellos, tan sólo queda un leve rastro de cera y un platillo, que tiene el recuerdo de la llama naranja.

Azul [TABLA]

Autor:  Tanisbarca
Fandom: Hetalia World Series
Disclaimer: Roma pertenece Hidekaz Himaruya, Cartago a mi.
Claim:
Cartago/Imperio Romano
Tabla Arcoiris: #3—Azul.
Advertencias:
Random



* * *


Nadie sabía de dónde provenía mi nula disponibilidad para nadar. Lo cierto era que algo superior al terror de sumergirme en algo más grande que la propia Tierra se adueñaba de mí y me impedía maniobrar como cualquier niño avispado, adiestrado en su corta infancia para saber sobrevivir si caía por la borda de algún barco.

Tenía mi propia historia detrás, una que nadie conocía y que esperaba nadie llegara a conocer nunca.

Pero eso Roma no lo comprende porque es curioso de cojones y cuando le entra la perra por saber algo, no existe gran cosa que pueda hacerle cambiar de opinión…

—Anda, cuéntamelo… —él me suplica una y otra vez mientras caminamos por el puerto. Yo quiero trabajar y olvidarme de ello, pero él no. No conoce el significado de la palabra responsabilidad ajena.

—No, y deja de insistir, romano cabeza de chorlito —medio refunfuñé, algo hastiado.

—Púnico idiota —él intenta contraatacarme con algo similar pero nunca lo consigue. No es capaz de encontrar un peyorativo mayor que ese para mí. Extraño.

Roma parecía un niño pequeño cuando se comportaba de esa forma, pesado y cargante. Y yo no podía hacer más que tratar de ignorarlo a ver si se le pasaba, cosa que ocurría después de horas de andar molestándome con sus exigencias.

El colmo llega cuando él nota que no va a poder convencerme mediante palabras y pasa a convertirse en el ser más irritante, infantil y pesado de todo el Mediterráneo.

Literalmente.

Roma, cuando ve que hablar no sirve de nada, se te engancha encima como si fuera una garrapata y no te suelta. No puedo entender como alguien así ha llegado a casi equipararse a alguien como yo.

Me detengo a medio camino de uno de los muelles cuando noto que me apresa por la espalda y me sujeta para que no me mueva, aunque si quisiera podría seguir caminando con él a rastras. Roma es tonto, a veces olvida que soy más fuerte que él.

—Suéltame—digo, más bien ordeno, irritado.

—No— tiene la frente apoyada en mi omoplato derecho. Me entran escalofríos. Hijo de… perra.

—Suéltame—repito, cada vez más enfadado. Se me frunce el ceño solo.

—No hasta que me digas.

—No te voy a decir nada como no me sueltes.

Noto que algunos contemplan divertidos la escena, viendo a su nación apresada por un hombre con mente de crío. Suspiro, a veces odio tener una amistad tan estrecha con él.

A veces desearía no sentir nada, como realmente aparento.

Lentamente parece que me suelta, despacio afloja el agarre al que me mantenía sujeto y cuando me giro para mirarlo, él no lo hace, mirando hacia otra parte, ofendido y las mejillas ligeramente sonrojadas. Curioso.

—Cumple con el trato.

Tenuemente y aprovechando que no me está mirando, me sonrío de lado, notando que estamos cerca de una dársena vacía. Me acerco a él, igualmente despacio, hasta quedar  a meros centímetros de su figura. Roma me mira ahora, entre curioso, impaciente y ansioso.

—¿Quieres saber por qué no me gusta nadar?

—Sí —responde vehemente.

—¿Quieres saber realmente por qué no me gusta nadar?

—S-Sí…

Esta vez parece algo vacilante porque ya ha reconocido mi expresión, una que denota un plan en mi mente y que voy a cumplir de un momento a otro. Sin decir nada más tan solo extiendo mi mano izquierda y la apoyo en su pecho. Presiono y empujo. Roma profiere un agudo sonido de sorpresa y después un corto grito. Después suena el chapuzón.

Acabo de tirar  a Roma al agua, fría y azul con las carcajadas del puerto de fondo y mi sonrisa de pura satisfacción. Me asomo por el malecón y veo surgir su cabeza en la superficie, escupiendo y mirándome desde abajo con enojo. Sé que se siente humillado pero él lo ha hecho conmigo momentos antes así que estamos en paz.

—Ahí tienes tu porqué, Roma.

—¡Tú, púnico idiota! ¡Ya verás cuando te pille!

Por una vez se oye mi propia risa mientras me alejo por el rompeolas. Roma está y estará enfadado un tiempo en el cual me mirará mal en la distancia. Pero se le acabará pasando  y volverá a mí como un cachorro, necesitado de atención perpetua. Una que siempre le concedo a pesar de todo por lo que me hace pasar.

Mientras aun lo oigo farfullar contra mi, observo las olas y el mar, azul en la lejanía, recortado contra el recuerdo de una tormenta que me hizo odiar cualquier momento que estuviera sumergido en el agua profunda.

Azul, azul. Nunca lo olvido. Es un color frío, como una muerte que te ahoga, palabra por palabra.

 

Hello world!

Welcome to WordPress.com. After you read this, you should delete and write your own post, with a new title above. Or hit Add New on the left (of the admin dashboard) to start a fresh post.

Here are some suggestions for your first post.

  1. You can find new ideas for what to blog about by reading the Daily Post.

  2. Add PressThis to your browser. It creates a new blog post for you about any interesting  page you read on the web.

  3. Make some changes to this page, and then hit preview on the right. You can alway preview any post or edit you before you share it to the world.

domingo, 24 de julio de 2011

Rojo [TABLA]

 

Autor:
Fandom: Hetalia World Series
Disclaimer: Roma pertenece Hidekaz Himaruya, Cartago a mi.
Claim: Cartago/Imperio Romano
Tabla Arcoiris: #1—Rojo.
Advertencias: Hecho para  // Histórico
// Corto
* * *

 

 

Rojo. Es la sangre, salpicada.


Eres fuerte, tanto alardeas de ello, aunque es imposible no verlo.  Los músculos se te tensan cuando blandes la espada y tus dientes rechinan, usas tu fuerza y maldices. Golpeas una y otra vez, esperando que yo caiga, algo que va a suceder, lo sé. Veo tu prepotencia, tratas de intimidarme.


No ocurre.

El sudor resbala por tu sien, perfila tus ojos brillantes de irascibilidad y emoción. Tiemblo a veces de verte así. Pero sé que tú también tiemblas, mirándome, viendo el reflejo de tu falta de cordura en mis ojos. Bramas de furia e ira pero no te detienes, nadie te detiene. Ni siquiera yo puedo hacer eso ahora, estoy débil, me debilitas.


Un chasquido, brisa, resuello, maldices…


Blandes, te lanzas, te mueves con gracia, tu cuerpo restalla ante el sol y ciegas a tu rival. A mí. Yo caigo, por segunda vez, no puedo hacer nada más.


Sé que adoras verme de rodillas porque es algo que siempre quisiste hacer. Esta es la segunda. Sé que habrá una tercera, espero que no más. Porque sé, aunque me duela, que no vas a parar hasta destruirme.

Aunque para ser sinceros, prefiero morir en batalla que débil, encerrado en un palacio, rodeado de agónico veneno propio.

Arcoiris [Tabla]

Autor: Tanisbarca
Claim: Cartago/Imperio Romano
Rating: K y K+
Advertencias:

**Orden preferente de lectura: 4, 3, 5, 6, 7, 1, 8, 2

Tabla para [info]musa_hetaliana


1 Rojo 2. Amarillo
3. Azul 4. Naranja
5. Verde 6. Celeste
7. Violeta 8. Multicolor

Adolescencia [TABLA]

Autor: Tanis
Fandom: Hetalia World Series
Claim: Cartago/Aníbal Barca
Tabla De una Vida: #2—Adolescencia
Advertencias: Hecho para
[info]musa_hetaliana //  Histórico
* * *

De niño siempre le habían fascinado los elefantes, más que los caballos incluso, a los cuales adoraba como si fueran sus propios hermanos pequeños.


Aquellas bestias gigantes, tan diferentes, grises, rugosas. Le sobrecogían a veces, otras asustaban, pero siempre admirados. Admirados y adorados elefantes, ojalá nunca os vayáis, pensaba.


Aníbal ya era todo un muchacho, valiente, fuerte y juicioso, con un ingenio militar comparable al de su propio padre en su época. Las tropas simpatizaban con el joven por su carisma y su diligencia fuera de lo común y porque le habían visto crecer, realmente.


Contaba con apenas veintiún años, aun demasiado joven para encabezar su propia milicia, tal como decía Asdrúbal El Bello, su cuñado, quién además se había convertido en su instructor tras la muerte de Amílcar contra los íberos del interior.


Aunque sí le dejaba comandar a la caballería. El por qué de estas decisiones, eran un misterio para el joven Barca, a veces nostálgico y otras, distante.


Una mañana común y corriente, una de tantas que amanecían despejadas en aquella tierra, se despertó sabiendo que Asdrúbal había terminado por pactar con los romanos y trazar una frontera en Iberia a lo largo del río más al norte, la cual ninguna de las dos naciones podría cruzar.


Aníbal no tardó en recorrer las calles hasta el puerto de la ciudad, porque sabía que aquel tratado sólo podía significar una cosa. Roma ya sabía lo que Cartago quería hacer en la península y cómo siempre, había decidido intervenir para quitarle el trozo de carne más grande que pudiera. Por su parte, las cosas estaban claras, pero no tenía idea de si Cartago, su nación, las compartía con él.


Hacía años que no lo veía en persona, desde que marchara con su padre a la península. Pero esta vez era distinto, tenía constancia del arribe de Cartago en la ciudad. Cartago había venido por una razón especial y era la que ahora mismo tiraba de su mano para que le prestase atención.


Qart Hadasth.


Una niña de aparentes cuatro años. Pelo oscuro. Ojos oscuros y una sonrisa abierta, felicidad infantil. La personificación de la ciudad que había crecido a partir de los restos ibéricos de Mastia. La hija de Cartago, si es que eso era posible de decir.


Ambos mantenían una relación fraternal, más que cordial. Aníbal le profesaba una admiración y protección a la niña comparable a la que sentía por Cartago, ambos, padre e hija, eran su hogar y daría lo que fuera por cumplir con sus pretensiones, más allá de la promesa que le hiciera a Amílcar de niño.


—¿Qué hacéis en el puerto? —preguntó Aníbal, agachándose hasta su altura, mirándola a los ojos directa. Eran los mismos que los de Cartago— Es peligroso.


La niña hizo un puchero, porque no le gustaba que le dijeran ese tipo de cosas y menos aquel chico que tanto le gustaba y cuidaba de ella.


—He venido a ver a papá—dijo entonces ella, tan tranquila, señalando con su otra manita libre hacia el muelle, en dónde Aníbal pudo divisar el trirreme de Cartago, delante de la cual se encontraba su cuñado esperando.— Además, me gusta el puerto, soy mayor para decidir qué quiero hacer.


Aníbal contuvo una sonrisa al escuchar la consiguiente verborrea de explicaciones de por qué a ella no la mandaba nadie excepto su padre. Era una niña al fin de cuentas. Sin embargo, tanto ella como él detuvieron su conversación al alzarse una sombra contra ellos a la par que los pasos pesados resonaban contra la madera de los muelles. Aníbal se levantó algo lento, mirando de frente a Cartago, quién parecía totalmente imponente ahora a pesar de que el joven Barca casi alanzaba la altura de la nación.


Qart Hadasth se giró también para verlo y enseguida saltó, correteando hasta él.


—¡Papá!


La niña dio un par de vueltas alrededor de Cartago y luego se paró ante él. Aníbal no recordaba verla tan feliz salvo en esas ocasiones, debía de quererlo mucho. Cartago, en un alarde de dulzura al parecer poco demostrada e impropia, la tomó en brazos, reprochándole suavemente a la niña que se comportara como la ciudad civilizada que era y no como una bárbara de más allá del Bello  Promontorio.


Aníbal se mantuvo callado y a la espera de poder hablar con su nación, por primera vez desde que zarparan hacía tantos años. Asdrúbal también se había acercado pero él y Cartago ya habían intercambiado algunas impresiones y preferían abordar los asuntos más importantes durante la noche, cuando todo estuviese más tranquilo. Aníbal también lo consideraba de ese modo.


Una vez hubo dejado a su hija en el suelo, Cartago la convenció para que se fuera a ver los elefantes con Asdrúbal por más fingidas protestas diera este diciendo que tenía cosas importantes que hacer. Aníbal esbozó una sonrisa al ver a su cuñado quejándose de convertirse en niñera para después llevar a la ciudad de la mano cantando en voz alta sobre elefantes balanceándose en cuerdas de arco.


Cartago y Aníbal se quedaron solos. Mar de fondo, gaviotas y voces en idiomas que muchos ni sabrían identificar. Ellos sí.



—Me alegra verlo—dijo Aníbal por fin, visto que Cartago no iba a hablar a no ser que fuera necesario. Su padre le había contado anécdotas sobre la persona de su nación. Que prefería antes dejarte darle un abrazar que decirte que se lo dieras.


—También a mi, hace mucho tiempo que no te veía—la voz de Cartago era vibrante, baja y fuerte. Una que borboteaba también de sutil regocijo al añadir—Siempre me sorprenderá lo rápido que crecen los humanos.


Aníbal no pudo más que soltar una carcajada, una la cual Cartago secundó con una sonrisa media, ladeada y una sacudida de cabeza, como si fuera alguien mayor pensando que los jóvenes de hoy en día no tenían remedio. Pero cuando Barca terminó de reír, sus ojos se desviaron hacia el suelo y se tornaron más oscuros, preocupados.


—Las cosas se están enturbiando.


—Lo sé—Cartago parecía tranquilo


—El tratado con Roma no va a durar.


—Lo sé.


Aníbal levantó la mirada esta vez, mucho más decidido, sin una pizca de temor a hablar claro.


—Voy a luchar por ti contra Roma. —le estaba recordando el pacto maldito. Cartago frunció levemente el cejo.


Silencio, hasta que al fin terminó respondiendo, porque era algo que nunca había olvidado.


—Lo sé.


Aunque por alguna razón que Aníbal no llegaba a averiguar, Cartago dejó deslizándose junto con esa respuesta, una melancolía profunda, que nadie salvo alguien que lo conociera bien podría ver y notar.


Aníbal no lo sabía, pero comenzaba a sospechar de qué se trataba ese ánimo oscuro que se apoderaba de él cada vez que mencionaba a Roma y su promesa en la misma oración.


No lo sabía, lo sospechaba, y no estaba seguro de si llegado el momento, podría romperlo.