Voces del otro Mundo

"Delenda est Carthago" "Hannibal ad portas!!"

domingo, 24 de julio de 2011

Infancia [TABLA]

Autor:Tanis
Fandom: Hetalia World Series
Claim: Cartago/Aníbal Barca
Tabla De una Vida: #1—Infancia
Advertencias: Hecho para [info]musa_hetaliana //  Histórico
* * *

Nunca olvidaba la primera vez que conocía a alguien.


Le daba mucha importancia a la primera impresión, puesto que era por si misma la más significativa. De hecho, aun cuando después una relación podía trastocarse de mil maneras diferentes, Cartago jamás olvidaba la primera vez que veía o conocía a otra persona o nación.


Nunca había ido de la memoria la primera vez que vio a Iberia o a Grecia. Y mucho menos a Roma, un jovenzuelo recién constituido como república.


Se preguntaba si los demás daban la misma importancia a esas cosas como él o sencillamente era una cualidad suya y propia. No hablaba mucho de aquel tema porque salvo raras excepciones, ahora mismo no podía hablar con nadie más.


Estaba solo.


* * *


Se sentía agotado. Cansado, herido, aunque victorioso.


Terminada la Guerra de los Mercenarios con un balance poco halagüeño, al menos había conseguido sobrevivir a lo que podría haber sido su muerte segura, poco honrosa.


Y se lo debía todo a Amílcar Barca, “El Rayo”.


El general, el estratega de la Guerra Siciliana contra Roma. Aquél que podría haber ganado la contienda en Sicilia si El Consejo no tuviera miedo y envidia de la grandeza y popularidad de Amílcar.


Ahora se demostraba lo valioso que era, después de haber llevado a su nación de nuevo a una situación menos desesperada que la de tener  a toda la población mercenaria libia al pie de la muralla.


Cartago agradecía en silencio, mientras dos esclavos limpiaban sus heridas, abiertas por cada muerte en el campo de batalla.


No estaba solo en su palacio. Además de esclavos, muchos soldados púnicos rodeaban el edificio a la espera de poder verlo porque la nación no quería ver a nadie, salvo a Barca.


Era su general después de todo, a demás de un humano interesante y un gran amigo, que luchaba y lucharía por él aunque no se lo pidiese.


Terminaban de vendar su antebrazo derecho cuando Amílcar entró, manteniéndose en el umbral de la puerta primero y avanzando después, despacio, sosegado. Se le notaba también cansado aunque curiosamente satisfecho. Había mantenido bajo control a los mercenarios, recuperado poder en el Consejo y demostrado que se podía confiar en él aunque eso Cartago ya lo sabía.


Cartago no lo miró directamente porque hasta mover el cuello le producía un terrible dolor, una sensación de división increíble. Uno de los esclavos limpiaba delicadamente una de las heridas de la clavícula mientras el otro trataba con cuidado la espalda. Lo más intacto que tenía en esos momentos era el brazo izquierdo por alguna extraña razón.


—Viejo amigo—la voz de Cartago resonó en el silencio sólo roto por el sonido del agua de las piletas doradas dónde los esclavos mojaban paños de lino para retirar la sangre del cuerpo de la nación.


Amílcar respondió al saludo con un similar apelativo, ambos se consideraban amigos, más que nación y lugarteniente. Cartago pudo verlo al estirar el cuello y alzar los ojos.


Fue entonces cuando notó que no había venido solo.


A su lado, ligeramente retrasado respecto a la posición de Amílcar, se encontraba un niño de apenas ocho años. Un niño moreno, pelo rizado y castaño y unos ojos oscuros propios de un verdadero púnico.


Unos ojos como los suyos propios.


Cartago no lo sabía entonces pero nunca lo olvidó a partir de aquel momento, el de estar mirando fijamente a Aníbal Barca, uno de los futuros estrategas militares más grandes de la historia.


Amílcar dejó que tanto su nación como su hijo intercambiaran esa conversación muda. Sabía que el pequeño sentía curiosidad por saber cómo era posible la existencia de alguien como Cartago, una nación con forma humana.


— ¿Cómo te llamas? —preguntó Cartago al cabo de un rato aún sin despegar la vista del jovencito, el cual no se mostró intimidado en ningún momento.


—Aníbal—respondió firme, con una voz aguda, de niño, pero decidida. Enseguida añadió—Aníbal Barca.


Cartago arqueó una ceja puesto que Barca no era un apellido, sino un mote de su padre, el cual en púnico significaba rayo. Amílcar le explicó que sus hijos querían llevar ese apodo también junto al nombre y él, sintiéndose orgulloso de eso, no les había dicho que no.


Aníbal se mantuvo callado durante el resto del tiempo en el que su padre y Cartago mantuvieron una conversación trivial y relajada sobre la actual situación de la ciudad, seguida de las pretensiones que tenía Barca de irse a Iberia, a la aldea que Asdrúbal El Bello había fundado en Mastia hacía poco bajo las propias órdenes de su nación.


A Cartago no se le pasó por alto la mirada del chico, una que denotaba capacidad de análisis, observación, y curiosamente, admiración.


* * *


Cartago no podía hacer nada para impedir que Barca se fuera. Sabía que en Iberia había más posibilidades de vivir mejor que en Cartago actualmente, sobre todo para él y su familia. Volvía a estar en mira del Consejo y las intrigas políticas amenazaban con destruir su nombre.


Él no lo decía pero aquél niño era para él casi cómo un hijo, si hubiese sido un humano común. Sabía que no estaba bien pensar de esa forma puesto que tenía que proteger a todos sus ciudadanos por igual sin distinciones. Pero Aníbal tenía la cualidad de dejarlo sin palabras, aún siendo un niño.


Como en esa ocasión, cayendo en la “trampa” que Amílcar le había tendido, al invitarlo a una cena de despedida antes de navegar hacia aguas ibéricas, lejos de peligros mayores que las tribus indómitas de la península.


Barca los hizo pasar a ambos, hijo y  nación, a una habitación tan sólo iluminada con velas, y la presencia de Tanit, la sagrada deidad patrona de Cartago.


Cartago no pudo hacer nada, ni siquiera cuando el joven Aníbal, de nueve años, le suplicó a su padre que le llevase con él, por enésima vez. Cartago protestó pero eso no sirvió, porque Amílcar ya había tomado de las manos a  su hijo entre las suyas y las había hecho sumergir en un mortero de metal, lleno de sangre, frente a la diosa.


—Si así es tu voluntad, hijo de mi corazón, jura por los Dioses que jamás serás amigo de Roma y te dejaré marchar conmigo.


Cartago se quedó lívido, inexpresivo, con los ojos fijos en ambos humanos, mientras se pronunciaba ese juramente que le declaraba la guerra eterna a su enemigo histórico y amor personal.


Aníbal no dudó ni un instante, en jurar para toda su existencia.


—Juro que en cuanto la edad me lo permita, emplearé el fuego y el hierro para romper el destino de Roma.


Con esas palabras aun en la mente, Cartago los vio partir hacia Iberia, sabiendo ya de dónde procedía el odio interno hacia Roma y todo lo que tenía que ver con él.



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